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El escritor debe limpiar y desinfectar, limpiar y desinfectar, ésa es su tarea en estos tiempos difíciles (¿acaso no lo son todos?). Por eso su escritura se volverá militante, combativa, con la intención de remover los espíritus. Quizá luego vuelvan los cisnes y las Salomés esteticistas, o los experimentos con las comas, los verbos y los puntos, pero ahora hay que restañar las llagas de un mundo inhumano, si no en la conciencia de un pueblo, al menos en la del escritor.

Y después de este manifiesto mental inútil, futurista y comprometido hay que volver a escribir, porque es lo único válido. Seguir escribiendo, sabiendo de antemano que el trabajo del escritor tiene la misma utilidad que el café del desayuno, simplemente mantenerlo vivo. Nada más. Los manifiestos quedaron ya atrás, ya nadie manifiesta nada importante a nadie. Los diccionarios de citas se quedaron anclados en la segunda mitad del siglo veinte.

Nadie parece que pueda inventar ahora un deporte en un arranque de locura, como pasó con el rugby. En una época como ésta, en la que nos rodeamos de tanta información (la mayoría sin desbastar ni interpretar), en que la humanidad evoluciona tan deprisa que apenas podemos asimilarlo, la relevancia de nuestras acciones individuales es cada vez menor (¿serán los robots los que, efectivamente, nos releven?). Por ello, los manifiestos se convierten en proclamas de cada persona para sí misma, con lo que dejan de ser manifiestos. La nueva sociedad de la infor-mación, del individualismo y del consumismo ha conseguido desligar al ser humano de la conciencia de pertenecer al mismo mundo de los demás, desligarlo de la presencia, no siempre amenazante, del otro. Con ello, actuamos todos como seres autónomos y autosuficientes, porque está mal visto pedir ayuda, consuelo o simplemente conversación a los demás (aunque a veces la necesitamos urgentemente en el maremágnum de la lucha diaria por sobrevivir en la jungla); no, ahora debe resolver uno mismo sus problemas sin contar con nadie, como si estuviese solo en el mundo. Todos estamos solos en el mundo ante las grandes preguntas y todos morimos solos, pero podría ser más confortador compartir la soledad (o la muerte) con los demás. Aún recuerdo cómo mi abuelo me hablaba de las tertulias con sus vecinos en las puertas de las casas hasta altas horas de la noche, cuando se podía dejar la puerta abierta sin ningún miedo. Por desgracia, la llegada de la televisión y el aumento de los robos (la mayoría producidos por el consumo de drogas para huir de una realidad monótona) terminaron por encerrar a la gente en sus casas, donde ahora vive temerosa de todo, aún más atemorizada por las imágenes que escupe la caja tonta, en un estado de ansiedad permanente, aislada de los demás.

A pesar de la inutilidad de los manifiestos, consciente de la inutilidad del gesto, manifiesto a mí mismo mi propósito de seguir limpiándome y purgándome con mi escritura, aunque sepa que la literatura no sirve para nada útil (he ahí su mágico poder). ¡Literatura y fútbol!, ¡la inútil belleza de lo inservible!

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