Mancha la tinta, los dedos se le van volviendo negros y, cuando llega a casa debe pasar un buen rato limpiándoselos con ayuda de su mujer, Teresa, mientras sus hijos corretean o lloran en torno a ellos. El oficio de aprendiz de cajista tiene ese pequeño inconveniente. La labor de Martín no es demasiado complicada, pero es agotadora: una vez que se han imprimido las páginas del día, debe devolver a cada cajetín los pequeños tipos móviles empleados. Las aes con las aes, las bes con las bes… Es casi como el tránsito de cada jornada: el sueño borra los límites de las páginas vividas y devuelve cada letra a su cajón en la cabeza para que, al día siguiente, podamos volver a componer la escritura de nuestros pasos por este mundo de locos. De labor tan manual extrae cada día el aprendiz un caudal de sabiduría. Entran en el taller todo tipo de personas cultas, especialmente los escritores, que dejan allí sus libros manuscritos para que el impresor, con esmero, l