Uno
de los defectos de la nación española, según el sentir de los
demás europeos, es el
orgullo.
José
Cadalso: Carta XXXVIII de las Cartas
Marruecas (1789).
Al maestro de periodistas
Antonio Burgos
Hace poco mi mujer, mi hija y
yo salimos un viernes a dar un paseo por el centro de Sevilla y
entramos en un bar. El sitio era pequeño, con pocas mesas. ¿Saben
Vds. lo que siente un hombre invisible? Pues así nos sentimos en
aquellos instantes porque la camarera, que parecía la dueña, pasó
olímpicamente de nosotros. Es más, el colmo fue observar que se
estaba dedicando a probar una rica cerveza desde detrás de la barra.
Decidimos irnos y, cuando estábamos en la puerta, se acercó a
preguntar. A buenas horas mangas verdes.
Pero no acabó ahí la cosa.
Entramos en un bar que estaba al lado y, después de estar unos diez
minutos esperando, el camarero, que apenas tenía tarea, va y nos
dice que nos tiene que atender por otro lado de la barra. Y vino aquí
la segunda escapada nuestra. Batimos el récord olímpico de salida
de bares.
Llevo viviendo en Sevilla
desde mis tiernos diecisiete años (ahora voy camino de los cuarenta
y cuatro) y no es la primera vez que me pasa. A estas alturas casi me
siento sevillano, aunque no puedo evitar tener el corazón dividido
en otra parte, la de mis vivencias riotinteñas. El caso es que hay
un tópico en esta ciudad: el de que es ciudad acogedora.
En parte es verdad, y conozco a muchos sevillanos viejos que lo confirman, pero hay
un hecho que lo pone en cuestión: lo chocantes que son muchos de sus
camareros, lo cual, en una ciudad que vive en gran parte de los
turistas que a ella acuden, es un hecho preocupante.
Para empezar, tienes que
perseguirlos cada dos por tres, hasta para que se cobren. Después de
unas tapas con los amigos, en medio del jaleo de un bar quieres pagar
e irte y finalmente consigues que te presten atención: “¿Se
cobra, por favor?”. Entonces te contestan como lo haría un
gallego, con otra pregunta, en este caso terrible: “¿Qué ha
sido?”.
Otro asunto es la forma de
actuar en el servicio: pegan gritos cada dos por tres y, cuando
tienen que hablar, no acompañan los gestos con palabras (con un “ahí
tiene usted la tapita”, por ejemplo). Además, te sirven las
cervezas como si estuviesen cortando troncos con ellas, pegando
taponazos de espuma en la mesa que te hacen fibrilar porque cuando lo hacen estás metido en la conversación. Todo ello ofrece un trato
chocante y desabrido que echa para atrás, aparte de que a veces te
toca el típico camarero grassiosso que tiene la gracia donde
yo me sé... Podría seguir con la enumeración de conductas
impropias, pero no quiero hacer sangre.
La causa de estos hechos, en
mi opinión, se debe a la escasa voluntad de servicio a los demás y
el pecado del orgullo que predominan en nuestra cultura, así como la
disconformidad con el trabajo desempeñado.
Conozco casos de bares
arruinados por sus propios camareros. La clientela no es tonta y lo
que busca es, aparte de una cuenta no excesivamente abultada, la
calidad de una buena cocina y un buen servicio.
La clave está también en la
escasa formación de muchos camareros. No pretende uno que sepan
cuáles fueron las ideas de Platón o de Einstein, pero sí al menos que
tengan un mínimo de empatía con el cliente.
Antes era éste un oficio
para toda la vida. Ahora, la vida laboral de muchos camareros está
llena de trabajos de escasa duración. Hoy se hacen mal muchos
trabajos, mientras que antes se hacía bien uno solo. Quien te sirve
la cerveza estuvo hace meses en la recogida de aceitunas y dentro de
poco estará poniendo ladrillos o en la vendimia. Esta movilidad hace
que no se conozca a fondo ningún oficio y que la implicación
afectiva con el trabajo y con la inversión que han hecho los dueños del negocio
sea nula.
Recuerdo que hace muchos
años, cuando aún no peinaba canas, escuché en la radio un
proverbio chino que me hizo empezar una colección de citas: “Quien
no sepa sonreír que no vaya a abrir tienda”.
Señores camareros de
Sevilla: fórmense como Dios manda, hagan bien su trabajo y, sobre
todo, aunque no les salga de dentro, sonrían al cliente, porque éste
se llevará a su casa de Japón, Italia o Estados Unidos su cara
como ejemplo de la forma de ser de la ciudad.
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