Hay una importante diferencia, en cuanto a lo que se refiere a la organización social, entre los países anglosajones (protestantes) y nuestra querida y católica España (perdón, quise decir Estado español): ésta no es otra que la asfixiante burocracia propia de nuestro sistema. Ésta tiene su razón de ser en la historia, como casi todas las cuestiones.
La nuestra es una historia de recelo y desconfianza. La visión idílica de la breve tolerancia entre las tres culturas debe ser matizada con el recuento de las persecuciones, los enfrentamientos o las batallas entre razas, religiones, cantones, provincias y partidos que se han desarrollado durante siglos en el solar de la piel de toro.
Estos enfrentamientos permanentes, fruto de una secular tendencia disgregadora que es nuestro más antiguo "demonio familiar", han generado la necesidad de certificar sin ninguna duda la validez de lo afirmado por cada individuo, lo cual por sí solo no basta. Han hecho falta certificados médicos, de limpieza de sangre, ejecutorias de nobleza, de buena conducta, de penales, cartas de recomendación e informes periciales por doquier. En ellos, una tercera persona experta (supuestamente ajena a las otras dos partes) ha debido dictaminar una resolución objetiva que atañe a ambas.
En ocasiones, ni siquiera una declaración jurada del demandante basta para que pueda confiarse en su palabra, a pesar del peso del juramento.
En definitiva, el nuestro es un país de burócratas (no ha cambiado mucho desde el famoso "Vuelva usted mañana" de Larra) porque seguimos desconfiando de nuestra propia sombra, a pesar de que, en muchas ocasiones, esa falta de fe en el individuo genera no sólo desconfianza en una parte, sino también incomodidad y, a la larga, falta de motivación en la otra.
Por contra, en los países anglosajones se da más libertad al individuo (estúdiese la diferencia entre las ediciones protestantes sin notas de La Biblia y las anotadísimas ediciones católicas de la misma). Esa libertad del mundo anglosajón permite que cada uno, en conciencia, acredite por sí mismo la validez de lo afirmado. No se persigue a todo el mundo creyéndolo mentiroso, pero cuando se conoce de alguien que lo es, se lo defenestra públicamente, porque mentir es lo peor que alguien puede hacer según esa mentalidad (recuérdese el caso Lewinsky).
Así pues, en la sociedad española se persigue al mentiroso condenando a sufrir una burocracia sin cuento a los que no lo son, pero una vez que se sabe positivamente que alguien ha mentido, no sucede nada. Pero lo importante es el paripé, lo limpio de los papeles, la fachada exterior del rico monumento barroco de nuestra mentalidad de procedencia inquisitorial. Los tejemanejes, las intrigas, los untos y dineros negros que se esconden detrás de tal artificio son, curiosamente, de todos conocidos, pero nadie hace nada por evitarlos; eso sí: las papelas han de estar siempre impolutas.
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