La escritura es un arma de doble filo. Me refiero a la escritura en general, la de, por ejemplo, cualquier notita para la compra (no sólo la de altas cumbres literarias). Los dos filos son los siguientes: por un lado, anotamos lo que está pendiente con ánimo de resolverlo en pronta fecha y parece que con sólo escribirlo queda resuelto. “Llamar al notario”…, ¡ea!, ya queda escrito, y con ello parece que uno delega en la hoja de papel la tarea de tener que recordar la cita.
Pero está el otro filo del arma, el que más corta: ¿qué ocurre cuando se escribe algo que hemos de hacer y queda escrito “per secula seculorum”? Que nos atormenta cada vez que contemplamos la nota en la agenda, y lo hará obsesivamente: “ordenar el trastero”, “ordenar el trastero”…, y parecerá que lo escribimos cien veces como castigo cuya única penitencia será terminar ordenándolo.
El primer caso tiene un solo problema: que la hoja sobre la que hayamos escrito sea volandera y, así, el notario se quede esperándonos porque olvidamos la cita. Si la hoja no es volandera (verbigracia, una agenda), en ese caso hay que apuntar también “consultar la agenda” porque, si no es así, no sirve de nada tanta tinta.
El segundo caso planteado es más sangrante, pues no sabe uno qué es peor, si ordenar el trastero directamente o apuntar que hay que hacerlo en un papelucho, en una nota que rondará nuestra vigilia y nuestro sueño durante décadas o, en el peor de los casos, siglos.
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