Hace poco uno de tantos limpiasillones del poder, que lo mismo vale para un ministerio que para un monasterio o una jaula de monos, ha pasado a la historia de la infamia al aseverar que se encargará de suprimir
No pude evitar pensar, cuando leí la sorprendente noticia, que aquel mandamás pretendía una maniobra de lavado de cerebro que borrase de las nuevas generaciones todo asomo de pensamiento, curiosidad intelectual o espíritu crítico. Me asombré al pensar esto, yo que antes había dicho que la literatura no servía para nada útil. ¿No son útiles entonces el pensamiento, la imaginación o la creatividad, todas virtudes desarrolladas por la literatura?
¿Que es difícil o inútil la lectura? Pues se suprime, igual que se han suprimido tantos y tantos valores en aras del progreso o del negocio mercantilista y amoral, en busca de la sacrosanta rentabilidad inmediata. Las Matemáticas son igual de complicadas, pero ésas no se suprimen, pues permiten contar los beneficios económicos. Además, ¿no está ya la televisión? ¿Para qué se quiere tanto libro que nos obliga a estudiar ortografía y a pensar por nosotros mismos –con lo fatigoso que es eso-, aparte del dañino gasto de árboles para fabricar papel? Seamos ecologistas, veamos la televisión, que ya piensa por nosotros. ¡Pues aviados estaremos!
En el mismo periódico en que leí aquella especie del literaticidio me encontré días después con otro artículo de don Anselmo Puchades, que esta vez era presentado como profesor de Estética. De entre sus reflexiones subrayé estas interesantes apreciaciones:
“La sociedad de consumo no deja descansar al hombre: siempre hay que comprar lo último en ordenadores, en máquinas fotográficas, en cepillos de dientes, cafeteras, móviles..., y se nos hace creer que se hacen antiguos en poco tiempo y no nos sirven más (a veces se escachifollan poco tiempo después de la compra), que está caduco el chisme y quien se empeña en conservarlo. Siempre hay una última generación para todo aparato: la última generación en papel higiénico.
Y, sin embargo, no nos damos cuenta de que, envueltos en esa montaña de chismes, no los disfrutamos. De que las fotos en blanco y negro son más bonitas que las de color, aunque sean más antiguas en la historia de la técnica. Nos empeñamos en recurrir al correo electrónico desechando la poesía misteriosa de la carta de toda la vida. Colmadas sus necesidades tecnológicas, el hombre de la sociedad mediática vive hoy envuelto en un bombardeo publicitario que afirma que vale más quien más aparatos de última generación tiene (a ser posible con colores chillones y musiquitas raras). La agresión publicitaria llega a extremos insospechados: el otro día me despertó de la siesta una amable señorita que me gritó las ventajas de una conexión a Internet baratísssima. Le contesté que pensaba recopilar firmas para llevar al Parlamento un Proyecto de Ley que impidiera llamar a un domicilio particular, excepto casos debidamente justificados, entre las cuatro y las seis de la tarde (y nunca en el caso de este maldito Tele-urge).
(...) Y nos volvemos cada vez más imbéciles mientras los aparatos empiezan a pensar por nosotros: ¿quiere leer? ¿Para qué? La televisión colma las necesidades de imaginación, distracción e información. Además, nos evita tener que estudiar el engorroso alfabeto; pero si usted insiste en estudiar Hortografia, no se preocupe de hacerlo: nuestro estupendo programa de ordenador (para ser más pedante y anglófilo: software) le corrige directamente sus fallos, que dejan así de serlo.
Mientras tanto, la mayor parte de la humanidad (que existe, aunque no tengan peso en los telediarios sus problemas) malvive rodeada de miseria, prostitución, guerras eternas olvidadas hace tiempo y corrupciones sin límite para mantener en perfecto estado nuestra preciosa sociedad materialista, en la que nuestro mayor problema es una televisión estropeada (probable causa de suicidio)”.
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