“La desmitificación del arte en el siglo XX (se empezó por escribir la palabra en minúsculas) ha producido efectos dañinos en la cultura moderna. La ruptura producida por las Vanguardias supuso una liberación positiva de las formas artísticas tradicionales, cerradas durante siglos a la innovación. Sin embargo, esa liberación ha sido mal entendida en algunos casos o aviesamente utilizada en otros, con lo que el resultado ha sido que todo valga lo mismo en arte. Pensamos, por el contrario, que en el Arte no todo debe tener la misma valía, pues éste debe ser el reducto de los mitos, las imaginaciones, los sueños, las fantasías y los temores del hombre. Aun concediendo que por definición el arte puede no tener trascendencia (que ya es conceder), sí es cierto que debe ser excelso, sublime. No debe tener como aspiración ser vendido en ristras de fotocopias, comprado con un carrito de supermercado o ser degradado por un presunto afán rupturista e innovador que esconde la cara más dura que pueda imaginarse. Vale, de acuerdo, usted piense que
El artista moderno suele afirmar en sus declaraciones que busca llamar la atención del espectador, en un afán rupturista y rompedor. Pues no, mire usted, al espectador le llama la atención su obra, pero para no volver a verla más. Si tiene algo que decir, dígalo de verdad con su arte sin necesitar de un título revelador o de un crítico amigo, pero, por favor, no nos haga ver lo que no está puesto y, sobre todo, no nos tome el pelo pretendiendo hacer pasar por arte el diseño vanguardista de una mierda de artista.
Por otro lado, no todos podemos ser artistas ni creernos que podemos apreciar el arte. La sociedad de consumo aplicada al Arte supone la decadencia de la civilización occidental”.
Estas palabras que incluyo aquí las leí hace poco en un Manifiesto por un Arte sublime que algunos intelectuales dejaron caer entre las páginas del periódico que suelo comprar y a veces leer.
Dicho manifiesto criticaba las consecuencias del acceso generalizado de las masas a la cultura (se habla de la cultura de masas) y la conversión de ésta en producto comercial, algo que ya había yo comprobado en mi visita a varios museos famosos. En ellos los turistas japoneses, alemanes, españoles o filipinos contemplaban los cuadros de Van Gogh, Goya, Rembrandt o Picasso con el mismo interés con que luego admiraban el espectáculo de cabaré nocturno o los verdes chillones de los sofás de escay de una hamburguesería. Recuerdo que una tarde de verano de hace algunos años, en un atestado museo parisino, un grupo numeroso de desorientados turistas (que no viajeros) se fijaba en los detalles microscópicos de las pinceladas de una impresionante colección de cuadros impresionistas a un centímetro de los lienzos. Pero, ¿es que nadie les había explicado que había que contemplarlos a distancia?
El Manifiesto continuaba así: “El acceso masivo al estado de bienestar (¿bienestar para quién?) ha frivolizado el arte. Ya habló Ortega de la rebelión de las masas, sin que nadie en su época pareciera entender su idea, acusándolo de reaccionario (hoy también se lo acusa –también a los que se atreven a citarlo- de ése y de peores pecados). Quizás también nos acusen a nosotros de lo mismo, por lo que, adelantándonos a cualquier malentendido, decimos que creemos en la aristocracia del gusto y del esfuerzo; rechazamos la selección natural por el origen tanto como la abominable universalización de la espuria idea del aquí todo el mundo vale”.
Comentarios
Un abrazo mercurial.
Pues nada, mejor permanecer con la boca cerrada, el lápiz quieto, y los ojos y oídos bien abiertos para contemplar, leer, y escuchar arte. El arte de unos pocos.
Un abrazo
Abrazo, Joselito