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Los temas de un escritor no son muchos. Es decir, siempre son los mismos. Nuestras vidas son producto del cambio y la permanencia. Por eso, la literatura, que se inspira en la vida como punto de partida inicial, refleja las transformaciones del mundo a la vez que aquello que nunca cambia: lo eternamente humano.

Pero, ¿es que ha cambiado algo en “lo universal humano” desde los orígenes hasta hoy? Los hombres (y las mujeres) siguen amándose y matándose por las mismas cosas. Solo cambian las formas, pero el fondo sigue siendo el mismo.

Creo que fue Juan Rulfo quien dijo que en literatura solo existen tres temas fundamentales: el amor, la muerte... y no recuerdo el tercero. Al menos me cuesta creer que exista un tercer tema en esa lista. Rulfo fue también el que dijo que dejó de escribir cuando murió aquel tío suyo que le contaba historias, después de haber compuesto dos libros magistrales como son Pedro Páramo, novela de muertos también, y los cuentos de El llano en llamas. Quizá había dicho en ellos todo lo que quería y no necesitó prostituir su talento en la trampa del libro por año, desgraciadamente tan habitual hoy en día. En mi caso, prefiero los silencios de la escritura... o la escritura del silencio, de la pausa o la digresión sosegada entre capítulo y capítulo, sin las urgencias de la venta inmediata.

El tiempo a veces establece silencios prolongados en la literatura y en la vida. En muchas ocasiones, en la escritura, que es por naturaleza lineal, un solo punto y seguido esconde una pausa de meses, de sequía creativa que, a su término, obliga a releer lo anterior, quizá a rehacerlo, muchas veces a desecharlo. En una misma cuartilla tintas de distinto color señalan momentos diferentes en la vida del autor y, por tanto, en su literatura.

Vida y Literatura..., ¡temas tan próximos y a la vez tan extraños! ¿Cuál influye en cuál?, ¿dónde se halla el soplo original? Vivimos hoy tan deprisa, con tanta urgencia, que consumimos literatura igual que esa hamburguesa que mata nuestra hambre, una literatura light para el autobús o el metro, hecha de retales, sin sustancia, sin vida, porque en ella no priman los silencios sino el ruido, no lo callado del vivir y del pensar, sino los fogonazos y los fuegos artificiales, los cuales son producto de la prisa y del deseo de hacer un producto (horrenda palabra) de consumo inmediato. Hoy cualquiera es escritor, basta con ser mínimamente conocido por culpa de la televisión, ese destello de imágenes artificiales en el que vivimos.

Componemos miles de millones de palabras al día, leemos las palabras de nuestra tribu en un número infinito de veces..., pero apenas aprehendemos la palabra mágica, el rito de la Literatura con mayúsculas, sublime expresión de lo más profundamente humano. Preferimos llenar nuestras vidas de palabras como globalización, perfil o dinamizar, todas muy in, muy light y muy politically correct, pero vacías de alma y horribles en su forma. Son también palabras para consumir rápidamente, como las vidas de esos personajes de farándula que pululan por la pantalla de nuestro televisor. ¡Ellos son los verdaderos héroes de hoy en día y no los trasnochados personajes de antiguos novelones que nadie, salvo tres o cuatro despistados, leemos con fervor en nuestro círculo secreto! ¿A qué tanto mio Cid o Belianís, a qué marqueses de Bradomín? ¡Si ahí tenemos a ese ejemplo, a ese moderno modelo de amadores, Fulano Pascual, conocido en el orbe mundial y alrededores! ¿Fulano Pascual?, ¿que no sabes quién es? ¡Pero si está todos los días en televisión! Mira que no saber quién es... ¡Tú eres un inculto, hombre!

-Pero..., ¿qué ha hecho para ser famoso?

-Ah, pues..., salir en televisión. ¿Te parece poco?

Antes los famosos ya lo eran antes de salir en televisión, pero hoy la televisión decide quién es famoso y quién no vale un duro para que se hable de él/ella en todos lares.

Modelo de virtudes también es Mengana Zotal, operada tres veces para ponerse más pecho ya a sus tiernos dieciséis añitos, cuyo novio o compañero sentimental (más bien compañero de catre) es un ex de Pascualín, el empleado de la finca urbana (antes portero) de Mariflor Peñafiel..., sí, hombre, sí, la que canta tan...

(No sabe decirse si bien o mal, porque si sale en televisión se supone que debe cantar bien. Pues no).

Hace poco asistí a una conferencia sobre Medicina moderna. El orador afirmaba que múltiples estudios científicos certifican, de manera invariable, que la asociación estímulo-respuesta está en la base de la información sobre la salud. Esta idea del estímulo-respuesta antes la estudiaba el Conductismo (recuérdese al can de Pavlov), modelo de explicación del mundo hoy desterrado en varias ramas del saber como la Psicología o la Pedagogía –según el conferenciante-. Éste ponía el ejemplo de una pequeña comunidad del estado norteamericano de Wisconsin en la que a sus habitantes se les había enseñado a practicar una traqueotomía. Bien, pues cuando tuvieron que poner en práctica sus conocimientos sobre dicha técnica en una situación real de emergencia, nadie supo o nadie se atrevió a hacerlo, pero al llamar al servicio de emergencia supieron pronunciar correctamente la palabra dichosa.

¿Qué explica esto y qué tiene que ver con la televisión? Me temo que el lector imposible de esta novela estará asombrado por estos cambios de tema. Pues no, señor, hablamos de lo mismo. La relación estímulo-respuesta está en la base de la evolución humana –pensé yo mientras escuchaba a aquel señor bajito, calvo y con gafas, como suelen serlo el noventa por ciento de los conferenciantes-.

Así es. Estimule usted adecuadamente a un primate y será capaz de hacer que éste conozca el significado de un millar de palabras. En cambio, atonte a la plebe con millones de imágenes vanas y de discursos vacíos y obtendrá una hermosísima población de simios adocenados que serán fácilmente manipulables y alienables.

Pero que conste, lector, que yo no quiero ser portavoz moral de nadie. Solo le transmito a usted mi opinión, si es que llega a recibirla alguna vez (de no ser así, habré muerto yo o le habrá tocado a usted -o a mi novela-). Si llega a leerme, quizás le sirva, le sea útil (en el sentido dieciochesco del término) mi opinión.

Si le parecen descabelladas mis afirmaciones últimas, pruebe a transcribir uno de esos supuestos debates de la televisión. Yo lo he hecho, con el siguiente resultado:

Extracto de la transcripción de un debate televisado acerca del derecho de cada uno a vestir como le dé la real gana y quiera (horario de máxima audiencia):

PRESENTADOR: Y tú, Yolanda Desiré, ¿por qué crees que la gente te mira por la calle?

YOLANDA DESIRÉ: No sé (responde oculta tras un poncho mexicano de mil colores chillones)

CRISTIAN: Pues a mí me da igual la gente, tía, ¿sabes? Yo visto como me sale de ahí, ¿sabes? Y además, que les den a los demás, ¿sabes?

YOLANDA DESIRÉ: Pues mira, tío (alzando la voz): yo visto como me da la gana y no tengo que insultar a nadie. Además, ¡estás horroroso con ese piercing!

CRISTIAN: ¡Oye, tía! ¡No me grites!, ¿sabes?

YOLANDA DESIRÉ: ¡No grites tú, tío!

[Dos horas después]

CRISTIAN: ¡Vete a la mierda, tía!, ¿sabes?

YOLANDA DESIRÉ: ¡Pues anda que tú...!

Sirva este interesante coloquio de ejemplo de la gran profundidad a la que llega la televisión cuando trata temas de tamaña importancia metafísica.

Y con estos discursitos se pasa el tiempo y se forman generaciones enteras de espectadores/as lobotomizados/as, cuya máxima y errónea aspiración es convertirse en el imbécil con suerte que vende su vida, imagen y dignidad por algo tan burdo como el dinero.

Pero, ¿qué diremos de los futbolistas, esos nuevos gladiadores, esos modernos infanzones que, desde cunas humildes escalaron la cumbre de la fama a lomos del dorado metal? Sus hazañas son hoy ejemplos de costumbres para las nuevas hornadas de jóvenes. Los bardos que ensalzan sus gestas, esos locutores que tanto éxito tienen (aunque no entre los académicos de la Lengua, desde luego) escriben, sobre la base del viejo verso heroico, la historia inmortal de la batalla del balón. Veamos este fragmento del Cantar del Mundial:

Allí habló Pepín, bien oiréis lo que dijo:

-Si tú me tiras del pelo, yo te tiro del p..., pero ¿qué se puede hablar de fútbol que no sea dentro de los noventa minutos de cada partido?

A tenor de lo que vemos cada día, se puede hablar mucho y en serio. Existe incluso una Filosofía del Fútbol, con sus catedráticos y todo, los cuales acuñan máximas universales como: el fútbol es así, en el campo son once contra once, el que perdona pierde, a veces entra la pelotita y otras no, y otras perlas del mismo estilo.

Las crónicas futbolísticas se hinchan de epítetos épicos, de verbos de lucha y combate, de guerreros o cronistas -juglares- a pie de césped o a pie de campo (aún no he escuchado a pie de árbitro, pero todo se andará).

Ésa es la verdadera literatura de hoy, la de los campos de fútbol donde, cada domingo, una vocinglera multitud intenta acallar a voz en grito el vacío existencial del ser. Sí, existe una filosofía del fútbol: es el deporte en su máxima expresión, un juego de contrarios que disponen el ataque, organizan la defensa y luchan denodadamente por solo una metáfora, una imagen, un leve rastro de aire dibujado por una pelota que es eterno rostro de la vanidad de los afanes mundanos. Al final, como cada domingo, el olor a habanos y a pipas rancias apenas disimula el hondo caos, el vacío sin fondo y sin límite de la portería desolada.

(Otra vez pienso en temas tétricos. Tendré que reciclarme o morir como escritor)

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