Me gustaba aquel escrito (leer entrada anterior) por varias razones:
1ª. La palabra manifiesto no la había leído o escuchado en mucho tiempo referida a cuestiones culturales, casi reducida en la actualidad al ámbito del famoseo.
2ª. Se hablaba en él de la revalorización del arte, masacrado por una falsa o interesada lectura del impulso renovador de las vanguardias de principios de siglo y por una comercialización atroz (pasa igual que en el mercado literario: la rapidez que impone el implacable contrato acaba con la excelencia).
y 3ª. Por esta oración: “Arte y Literatura no tienen valor práctico, pero sí trascendente, no evaluable desde presupuestos exclusivamente comerciales”. Esta idea me hizo volver a pensar en que no todo el mundo puede valorar o apreciar estas dos disciplinas, tan denostadas últimamente, a pesar del acceso masivo a las mismas. Por otra parte, pensé, ¿qué valor tiene entonces el Arte en una sociedad materialista como la nuestra, en la que Van Gogh es más conocido, a pesar de su grandísimo arte, como el autor del cuadro más caro de la historia? [Paradoja: murió sin un céntimo en el bolsillo].
Me pareció interesante que un grupo de artistas y escritores reclamasen aún, en esta época individualista, el valor del Arte. Un rayo débil de optimismo traspasó mi corazón, escéptico y pesimista por naturaleza, aunque la herida fue tremenda cuando descubrí, tras las firmas de sus autores, el logotipo de una conocida empresa de refrescos que promocionaba el documento. Mi débil gozo en un oscuro y profundo pozo. Se criticaba la mercantilización del arte y la literatura desde el propio mercado. ¡Menudo chasco (o asco)!
Pero, ¿y mi narración? Igual que su protagonista, yo había perdido el hilo inicial que me llevó a escribirla. La tarde de otoño que me inspiró inicialmente me parecía ya muy lejana, y la idea que me vino entonces de escribir una novela se difuminaba entre un maremagno de palabras repetidas. Quizás me iba a convertir de verdad en un escritor del No.
En realidad, del único tema del que un escritor puede hablar es de la vida en general y sus accidentes en particular. La vida..., todo aquello que no es literatura. Son procesos parecidos en mi mente Vida y Literatura: cuando vivo escribo mentalmente mis vivencias, y cuando escribo degusto intensamente la vida en su esencialidad, en el néctar falseado y denso de mis sensaciones, el cual es producido por las palabras con las que me embriago.
O sea, si solo puedo hablar de la vida (nada más y nada menos), que es algo ajeno a mi literatura, únicamente me quedan dos opciones (manía disyuntiva la mía):
A). Escribir sobre la inefabilidad de las experiencias mundanas vividas por mí (si definimos lo inefable como experiencia que no se puede transmitir, en el sentido de hacer sentir).
B). El No del escritor.
Otra tercera opción es la que hasta ahora sigo: seguir escribiendo aunque sepa, como mi protagonista, que no tiene ningún sentido hacerlo.
Lo demás, como dice Shakespeare, es silencio, es la nada o el No a todo (a veces van unidos el No a escribir y el No a vivir). Pero, ¿por qué los seres humanos nos empeñamos en rellenar anaqueles de librerías, casas y bibliotecas con libros y más libros en una cadena interminable desde hace siglos?, ¿por qué o para qué esta biblioteca de Babel que recorre los siglos? ¿Por qué tantas palabras? Quizá la respuesta correcta sea la misma que la de aquel escalador al que le preguntaron por qué subía tantas montañas: “porque están ahí”.
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