¿Qué literatura es auténtica? Si no lo somos las personas, ¿han de serlo los personajes? Incluso en el habla coloquial mezclamos una y otra vez estos dos conceptos, y no digamos en esos programas de cotilleo televisado con señora llorando al fondo, donde se confunden una y otra vez otro tipo de parejas: noticia y hecho, información y morbo, periodismo y rumor, todo adobado con una dicción infame (¡ah!, por favor, señores periodistas -o similares-, VO-CA-LI-CEN).
¿Todo está escrito, pues? ¿Nada nuevo bajo el sol, otra vez, como desde el inicio de los tiempos? Entonces, ¿para qué escribir? Vivir, sí, pero ¿para qué inventar otras vidas tan falsas como ésta, para qué construir un cementerio de palabras? ¿Dejar entonces que, simplemente,
Dejarlo así entonces, ¿no? Acabar, enterrar en un cajón el cuaderno, olvidarlo para siempre. Al fin y al cabo, ¿quién querría leerlo habiendo fútbol o telenovelas?
(...)
Vivo mi vida sub specie litteraturae, desde el prisma de lo literario. Contemplo un brillo de sol en las cosas, unas hojas moviéndose a causa de una leve brisa, la vida, en fin, en sus más nimias y maravillosas manifestaciones, y lo hago siempre literariamente, con el deseo de comunicar a alguien la emoción provocada, de adornarla con palabras, y de emborronar, en suma, ese instante mágico con una tinta que apenas logra describir la maravilla que es vivir.
Y sin embargo, ¡qué vida tan maravillosa transmite la verdadera literatura!, ¡qué falsedad tan verdadera!, ¡qué irrealismo tan profundamente auténtico! Y qué poco leemos. Arrumbamos joyas literarias en aras del culto a la imagen. He leído hace poco lo siguiente:
“La imagen sin mensaje (sin didactismo) como única fuente de información supone un deterioro del pensamiento y de la conciencia en mentes poco cultivadas o formadas -pero también en algunas que lo están-, debido a que la imagen no requiere una reflexión añadida a la misma. Su frialdad, su carencia de contenido ideológico envuelve al individuo, ser pasivo, anulando su capacidad de reacción. Por el contrario, la lectura y la escritura suponen el mismo proceso consciente e individual, proceso en el que se produce una apropiación activa de un contenido intelectual. El de la imagen sin mensaje es únicamente un contenido especular”.
Aquellas reflexiones, insertas en un artículo de periódico, me llamaron la atención. Estaba de acuerdo con el autor de aquel texto: la imagen por la imagen (o para la imagen) anula el proceso individual, activo, consciente e intelectual del verbo, de la palabra, del símbolo, infinitamente más ricos en complejidad. La imagen sin mensaje, hija del siglo veinte, termina con la era de Gutenberg, con el papel y la tinta, termina con la reflexión y con la sensibilidad. El espectador pasivo de imágenes se contamina de un mensaje que no tiene apenas trascendencia. Es éste un tiempo de hiperinformación audiovisual, la cual llena nuestras vidas con una tecnología superflua que consumimos sin darnos cuenta de lo que esconde en realidad: una desinformación atroz y salvaje. En esta era de Internet, de móviles de cuarta generación, de ordenadores supermegapotentes y de la leche en vinagre, sabemos lo que quieren que sepamos y nada más, mientras nos entretenemos con estos juguetitos de lujo. Pero es un mundo feliz al fin y al cabo. ¿O no?
El ocio, hijo de esta cultura que genera toneladas de tedio, nos engancha con sus comodidades, sus colchones de plumas de oca y sus mandos a distancia, estrechando a cada paso nuestro ya limitado ángulo de visión.
Se nos olvidan los problemas verdaderamente importantes, los existenciales, en ese afán por tener y no por ser, por ahorrar para consumir y trabajar para ahorrar para consumir, y así hasta el infinito.
Vivimos en presente continuo y conjugando los verbos siempre en primera persona, sin vistas al pasado, olvidando que antes la vida era mucho más dura, más resignada, pero mucho más auténtica y humana. Sin radio, sin televisión, sin demás tonterías sin las que hoy seríamos incapaces de vivir, pero una vida más volcada hacia los demás, más natural, más sencilla.
El autor de aquel artículo del periódico, un tal Anselmo Puchades, hablaba también en su escrito de la vida actual y de la esclavitud del hombre en la sociedad de consumo:
“El nuevo esclavo (a la esclavitud de hogaño la llaman disponibilidad) trabaja en una multinacional catorce horas al día, come en la empresa, tiene dos coches y sobre él la amenaza constante y terrible de la productividad. Esclavo de su empresa, a la que debe dedicarse en cuerpo y alma, en su tiempo libre es hombre a un móvil pegado, trabajador en todo momento de su vida, y todo para recoger una mísera pensión en la que le dan cuatro duros (si no se muere antes de un infarto con cuarenta años). Cuando llega a su casa algún día a comer –si puede hacerlo- se deja alienar por las noticias del fútbol como único consuelo de sus desvelos. Siendo así estas circunstancias, ¿qué fue de la pobre filosofía?, ¿quién reflexiona en este tiempo de materialismo e individualismo canallescos y descarados?”
Recuerdo que, mientras leía aquel interesante artículo, en la televisión (a la que no estaba prestando atención) dijo el presentador del telediario de la tarde las palabras mágicas: estas imágenes pueden herir su sensibilidad (¿o no las dijo?), y apareció desde un lejano lugar de Asia la cara destrozada por una bengala de un pobre espectador de un partido de fútbol.
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