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Quizás deba dedicarme al subgénero novelístico en boga hoy en día: la novela histórica. Pero me pregunto cómo podría conciliar la novela con la historia, lo inventado con lo real. Aristóteles dice que “la Poesía [entiéndase Literatura] trata las cosas más en lo universal, y la Historia las trata en particular” (Poética, IX, fol. 23). Si el historiador va atado a la sola verdad y el poeta puede ir de acá y por acullá universal y libremente (en palabras del aristotélico Alonso López Pinciano), ¿cómo se compenetran lo particular histórico con lo universal novelesco, o sea, la verdad con la invención? Los preceptistas clásicos y neoclásicos admitían un cierto grado de verosimilitud (de credibilidad) en las obras literarias. Dicho grado de verdad inventada estaba en función del lema horaciano docere delectando (enseñar con el placer).

Hoy en día no quedan apenas preceptistas literarios ni de otra índole (¿quién se atreve a dictar normas cuando se han perdido todas?) ni tampoco existe la obligación de enseñar nada con una novela, el género de la libertad más absoluta (tanta que se cuestionan una y otra vez su esencia y sus rasgos). Por ello, creo que la novela histórica abusa del famoso se non é vero é ben trovato, convirtiéndose en una forma más de ausencia de compromiso de los escritores. ¿Qué mejor forma de eludir escribir acerca de la sociedad actual que hacerlo de una pasada sociedad totalmente fantaseada? Porque ésa es otra: si los estudios históricos no pueden nunca ser objetivos, al tener que aplicar visiones contemporáneas sobre hechos del pasado, ¿no han de serlo menos las visiones noveladas de nuestra historia?

Las novelas que más hablan hoy del hombre contemporáneo son las policíacas, subgénero más que manido y tratado ya desde todos los ángulos posibles. Pero en esas novelas la ciudad moderna es solo el marco, el ambiente que sirve de adorno del cuadro de la escena del crimen.

Muchos escritores/intelectuales evitan hoy la mención de los problemas actuales, del hombre actual y la sociedad actual. Prefieren mantener caducos esquemas decimonónicos que apenas casan con visiones más verosímiles de la modernidad (o posmodernidad). Quizás también el propio mercado, al imponer la velocidad en la producción cultural (antes llamada “creación artística”) hace imposible la reflexión serena, el trabajo concienzudo y metódico de análisis y crítica.

[Nota: no creo que valga mucho como escritor, pero sí quizás como crítico, pues compruebo con asombro que casi le estoy haciendo el trabajo al hipotético o inexistente –mejor imposible- crítico futuro de mis escritos].

Bien, ¿por dónde iba?..., ¡ah, sí!; es muy fácil sacar hoy novelas como churros cada año, y decir con eso que uno es una reencarnación de Balzac o de Lope de Vega, famosos por su proverbial prodigalidad artística, repitiendo hasta la saciedad moldes ya caducos. Yo preferiré siempre sacrificar la publicación en aras de la innovación y la independencia y no al revés. No quiero con esto decir que deban sucumbir los escritores por encargo, ¡ni mucho menos!, ¡válgame Dios de afirmar tal cosa! Que escriban mucho, porque tienen su hueco y, lo que es más importante, un público numeroso al que seguramente atraparán mejor novelas fáciles que algunos ensayos novelísticos como el mío. Pero, por favor, que no me digan que escriben como Galdós, o Clarín o Cervantes. No soy yo quién para elaborar un canon literario contemporáneo (idea por otro lado discutible en una época en que ya todo y todos valemos exactamente lo mismo, gracias al triunfo hasta ahora no bien valorado de las democracias modernas), pero solo diré para concluir este asunto que a lo largo de los siglos, por mucho que haya el devenir histórico dado vueltas y más vueltas, nunca se han confundido tanto, no hasta el punto en que hoy se confunden, calidad con cantidad. ¡Ah!, y quien tenga ambas que tampoco se compare con otros, por Dios; mire usted, ése es trabajo del crítico, que se gana el pan con su oficio y también ocupa su lugar en el teatro del mundo y de las letras, ¿no?

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