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Cuando
yo era chico la Navidad era la fiesta más señalada en el
calendario.
La
pandilla de amigos salía a la calle para ir cantando villancicos por
las casas. “¿Se puede cantar?”: así solicitábamos el poder
entonar aquellas canciones nunca previamente ensayadas y que
acompañábamos con zambombas, panderetas y el soniquete del rasgueo
de botellas de anís vacías.
El
poco dinero que nos daban de aguinaldo lo repartíamos luego como
buenos hermanos para comprar chucherías.
También
asocio estas fiestas al lanzamiento de petardos. Los comprábamos en
un quiosco al lado del Paseo del Chocolate. Nos gustaba el estruendo
que producían, imitación de las explosiones de las batallas con las
que soñábamos.
Recuerdo
que, cuando ya estaba saliendo mi cuerpo de la infancia, empezaron a
gustarme menos las reuniones familiares de Navidad. Me parecían muy
forzadas, aunque luego mi abuelo Manuel me sacaba de aquel estado de
nostalgia incitándome a cantar villancicos.
Pero
por supuesto el momento más esperado de las Navidades era la llegada
de los Reyes Magos de Oriente.
El
cinco de enero por la tarde salía la cabalgata de Reyes, y coincidió
varios años con la emisión televisiva de la película Tom
Sawyer, que me encantaba. A
pesar de haberla visto el año anterior, recuerdo mi resistencia a ir
a ver la cabalgata, aunque luego me alegraba de contemplar todo su
colorido espectacular.
Justo después, íbamos a casa
de mi tío Duarte (q. e. p. d.) para recibir los regalos que habían
dejado allí los Reyes Magos.
Después de cenar, los nervios
me impedían conciliar el sueño. Aquella era la noche más mágica
de todo el año.
Si
hay una palabra que describe la emoción de esta noche en la
mente de un niño es “ilusión”.
Me
acuerdo especialmente de una noche de Reyes en la que la emoción me
hacía ir saltando de un sueño a otro, y en todos la felicidad me
colmaba. Los Reyes con su magia me hacían feliz incluso en sueños.
Y
luego llegaba la luz del seis de enero, que nos mostraba los regalos
de aquellos seres envueltos en el misterio: la bicicleta, el
Scalextric, los Geyper Man, los Mádelman, los
clics de Famóbil, el trabuco de “El Algarrobo”, los Juegos
Reunidos Geyper..., todo un festín para los sentidos, teniendo en
cuenta que el resto del año nuestros padres no nos regalaban apenas
juguetes.
Un
año, sorprendentemente, todos los regalos aparecieron debajo de la
cama de mis padres. ¡Qué trabajo nos costó encontrarlos!
Dos días después había que
madrugar para volver al colegio. Allí algunos niños decían que los
Reyes en realidad eran los padres.
Un
tiempo después supe la verdad: que por supuesto los Reyes Magos
existían y que los padres los ayudan en su labor para que Sus
Majestades no tengan tanto trabajo en esa noche mágica y
maravillosa.
Sin embargo, el conocer aquella
verdad no restó ni un ápice a la ilusión que había desplegado mi
mente en aquellos magníficos días navideños.
El
recuerdo de aquella noche mágica de Reyes me seguiría alimentando
hasta el siguiente seis de enero.
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