José Luis, Ángel, Mario,
“Rafi”, Evaristo... eran mis amigos de niño. Algunos vivían en
mi bloque; otros, en los bloques vecinos.
Nos reuníamos todas las tardes,
con los bocadillos en las manos, a jugar y a pelearnos en los bajos
de nuestros pisos.
Uno de nuestros juegos era el
divertido bote-bote, una versión del escondite en la que si algún
jugador oculto le pegaba una patada a una botella de plástico vacía,
custodiada por quien tenía que encontrar a los escondidos, se
libraba de ser capturado.
Me
acuerdo de una expresión curiosa que teníamos(“no vale pavia”),
la cual le servía al que la utilizaba para librarse de una tarea
penosa. Creo que es equivalente a “cascarón de huevo” o al “uve”
de los niños de hoy. No la he vuelto a escuchar de boca de nadie.
Teníamos también un juego
bastante bestia que era “al cielo voy”, en el que hubo más de un
accidente. Formábamos dos filas en las que los últimos hacían de
potro para que los siguientes saltasen sobre sus espaldas. La fila
vencedora era la que aguantaba más tiempo con todos sus miembros
encima.
También jugábamos a “un,
dos, tres, pollito inglés”, a los bolinches (los cuales estaban
continuamente pasando de mano en mano), a los cromos y, por supuesto,
al trompo.
Los trompos de antes eran de
madera. Los pintábamos con rotuladores. En el cuartillo de su casa
mi abuelo les quitaba la punta y, en su lugar, colocaba el extremo de
una puntilla grande para cascar así los trompos de mis amigos.
Todas las tardes, si hacía
bueno, las pasábamos en la calle jugando.
Recuerdo que una tarde bajé con
mi bocadillo y un perro se me subió a la espalda para cogerlo, así
que me quedé sin merienda en medio de la diversión general.
En
un descampado de tierra que estaba al lado del tercer bloque había
un pequeño campo de fútbol y de baloncesto. Allí pasábamos las horas. Yo,
como era torpe con el balón entre las piernas, prefería jugar de
portero.
El ayuntamiento nos quitó las porterías y las canastas
debido a las quejas de unos vecinos y, al saberlo, hubo una protesta,
con lanzamiento de huevos a la fachada del piso enemigo, en la que
estuvo presente toda la chavalería de los andurriales, incluida la
de Los Cantos de arriba, gentes con quienes teníamos ciertos piques.
Fue la primera manifestación de mi vida.
En
otro momento hicimos una casa en un árbol que estaba entre el primer
bloque y el segundo. Allí establecimos la sede fija de la pandilla,
pero algún padre preocupado por nuestra seguridad la terminó
desmantelando.
En
la parte exterior de los muros perimetrales de los bloques metíamos
hormigas en los nidos de arañas para capturar éstas y despedazarlas
seguidamente. A las lagartijas que cazábamos les hacíamos tragar el
tabaco de las colillas que encontrábamos para contemplar luego cómo
se mareaban y daban vueltas embriagadas.
Una tarde se nos ocurrió quemar
unos pastos secos que estaban cerca de casa para crear un nuevo campo
de fútbol que fuese nuestro en propiedad. El problema fue que hacía
viento y, si no llega a intervenir mi madre, el fuego hubiese corrido
monte abajo hacia El Zumajo.
Los juegos a veces eran
violentos, debido a que la armonía se quebraba y surgían
diferencias tribales entre los niños de los distintos bloques que
terminaban en el enfrentamiento de los dos bandos a pedrada limpia.
Para nosotros era sólo un juego de guerrilla, pero recuerdo cómo a
uno le abrí una brecha en la cabeza.
Otras veces jugábamos con
tirachinas fabricados por nosotros, intentando inútilmente matar
pájaros.
La
calle era para nosotros la segunda escuela, la escuela de las tardes.
Cuando el tiempo era feo, íbamos
a las casas de los amigos. Recuerdo aquellas partidas de Stratego
con Ángel en su casa o cómo en casa de “Rafi” escribíamos
nuestras obras de teatro de Antonio el periodista, ninguna de
las cuales conservo por desgracia. Creo recordar que una de ellas la
llegamos a representar en el salón de actos del colegio.
El
mundo era entonces para nosotros muy pequeño (la casa, la escuela,
el bloque y sus alrededores...), pero lleno de rincones por explorar.
Cuando hoy veo vuestros rostros
en las fotos de mis cumpleaños, amigos de mi infancia, no puedo
evitar tener una sensación de pérdida. Al volver la vista atrás,
uno ve un hilo que en un momento dado se rompió. Ese hilo roto sabe
que no volverá a unirse; sin embargo, el consuelo es pensar que esas
amistades lo seguirán siendo en el alma de uno toda la vida, bajo el
sol que aún nos sigue alimentando a todos.
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