Me
recuerdo como un niño obediente, aunque (y en esto sigo siendo
igual) ante situaciones de injusticia me rebelaba tanto en el colegio
como en casa.
En
la escuela recuerdo que una vez estaba con mis compañeros en las
pistas deportivas y mi maestro, Don Emilio Santos (q. e. p. d.) no me
hizo caso al pedir yo una solución a un problema. Por ello, abandoné
el grupo y me pasé el resto de la clase de gimnasia mirándolos a
todos desde lejos. Al final de esa evaluación el maestro les
comunicó a mis padres en el boletín de notas que yo a veces era un
poco díscolo.
Pero mis padres lo sabían,
porque cuando cogía un berrinche tomaba pronto la puerta. Si era de
día, huía hacia uno de los puntales del pantano El Zumajo y allí
me recreaba en meditaciones hasta que el estómago empezaba a
protestarme y volvía rendido y hambriento a casa.
Una noche me enfadé mucho con
mis padres (sobre todo con mi madre, que era la encargada de las
broncas) y me encerré en mi dormitorio.
Empecé a preparar mi huida,
pero mi madre entró en el cuarto y yo me metí debajo de la cama.
Después de mucho rogarme, accedí a salir, pero entonces ella
echó mano al hatillo que yo había podido preparar: mi mochilita de
Bruce Lee llena de lo imprescindible para iniciar una vida en
solitario, o sea, un pantalón vaquero, un chaleco y una flauta.
Pero mi espantada más célebre
tuvo lugar en la playa. Mis abuelos maternos se quedaron una tarde en
El Portil mientras mis padres, mis hermanos y yo fuimos a visitar a
mis tíos Waldemiro y Lucía y sus hijos en Punta Umbría. Al llegar
allí, entramos en una tienda y mi madre me negó un dulce que mis
tiernos labios pidieron y me largué.
He
de decir en mi defensa que aquel “no” de mi madre fue el último
de un número infinito de negativas, la gota que colmó el vaso de mi
paciencia...
El
caso es que eché a andar en dirección a El Portil (que está a unos
ocho quilómetros), dejando atrás a mi familia. Primero anduve por
la playa, pero la marea estaba alta y el paso era trabajoso, así que
decidí andar por el arcén de la carretera.
Y
allí fue donde una patrulla de la Policía Nacional me paró. No
supe (o no quise) decirles dónde podían estar mis padres y mis tíos
o mis abuelos, así que dimos vueltas y vueltas por Punta Umbría
hasta que se hizo de noche. Cuando dimos con nuestros padres, tenían
la angustia dibujada en sus caras. No hizo falta ninguna de las
tortas que me dieron aquel día, porque para entonces ya me había
dado cuenta de que podía escapar de los demás, pero nunca de mí
mismo.
Esa fue mi última escapada (de
niño).
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