De
pequeño fui un niño bastante dócil, lo cual no significa que en
determinados momentos no tuviese mis berrinches como todos los niños
que en el mundo han sido.
Recuerdo especialmente uno:
había ido con mis padres a Sevilla no recuerdo a qué y ellos
decidieron ir de compras a El Corte Inglés.
Mientras mi madre veía no sé
qué artículos, yo le eché el ojo a un disfraz de Superman, mi
héroe de aquel momento.
Le
pedí que me lo comprase, pero ella se negó. Entonces me puse a
llorar insistentemente.
Cómo no sería mi berrinche que
el dependiente que estaba atendiendo a mi madre en ese instante dijo
resignado: “Señora, si no le compra usted el disfraz de Superman
al niño, se lo compro yo”.
Finalmente, desesperada, mi
madre me tuvo que comprar el disfraz para que me calmase.
Aquella misma tarde fuimos a
Niebla, precioso pueblo amurallado de Huelva, a visitar a mi tía
abuela Isabel. En el patio de su casa lucí mi reluciente traje de
superhéroe, dispuesto a salvar a la Humanidad entera de
cualquier peligro que la amenazase.
No
sé si llegué a ponerme de nuevo aquel traje. Quizás lo usé en una
fiesta de disfraces. Lo cierto es que me olvidé pronto de él. El
resto del tiempo creo que durmió el sueño de los justos en la
oscuridad de algún altillo hasta que alguien lo terminaría
arrojando a la basura.
¡Qué poco duran los deseos de
los niños!
Comentarios