Dos niños que eran hermanos en
la tercera planta con quienes no nos llevábamos precisamente bien,
un gallego que vivía en aquella misma planta, una vecina del primero
que no nos dejaba a los de la pandilla jugar al baloncesto con unas
vigas exteriores de su terraza que hicieron las veces de canastas, la
entrañable viuda de debajo de nuestro piso con su carga de vástagos,
las bellas mellizas y su hermana... Un conjunto de nueve familias,
tres en cada planta, imitación del universo era el bloque de vecinos
en el que viví de niño.
El
nuestro era el segundo bloque (de un total de cuatro) de los pisos
Estrella, llamados así por su forma de estrellas de tres puntas.
Tenía el bloque una entrada
grande en la que mi hermano y yo jugábamos al fútbol con una pelota
de tenis, utilizando como porterías los huecos de unos maceteros,
con el consiguiente enfado de una vecina desesperanzada por nuestros
gritos.
En
aquella entrada había un cuarto de la luz en el que los vecinos
guardábamos las bicicletas y otros chismes.
Había entonces en el bloque muy
buenas relaciones entre los vecinos. Recuerdo que un sentimiento de
compañía y solidaridad nos aglutinaba a todos en la conciencia de
formar parte de un grupo unido.
Así, por ejemplo, mi madre nos
mandaba a los niños al colegio acompañados por la hija de unos
vecinos de planta, mayor que nosotros.
También recuerdo cómo, fruto
de aquel sentimiento de comunidad, organizamos una vez, en la época
de buen tiempo, una fiesta nocturna en los aparcamientos de los bajos
del bloque.
En
aquella fiesta, el gallego de la última planta preparó una
queimada. Aún tengo en la memoria la danza de las llamas en
la oscuridad sobre el licor y las palabras del conxuro que nos
protegía de las adversidades.
Eran frecuentes entonces las
veladas vespertinas en casa de los vecinos. Uno iba a echar la tarde
a sus casas. Y es que antes los vecinos eran algo más: eran
verdaderos amigos.
En
ningún momento te sentías molestado por ellos. Al contrario, en
momentos de dificultad te echaban un cable si hacía falta.
Por ejemplo, un día mi hermano
y yo jugábamos al fútbol antes de almorzar usando como portería
los pilares de los aparcamientos. Yo era el portero. A mi hermano se
le fue el balón alto, entró por una ventana abierta y cayó encima
de la mesa en la que estaban almorzando nuestros vecinos de abajo.
Temimos una reprimenda terrible, pero el caso es que no recuerdo
ninguna cara larga ni ninguna frase insultante. El balón nos fue
devuelto con toda amabilidad.
Cuando yo tenía quince años,
mi familia dejó aquel “número trece de la Rue del Percebe” y
nos mudamos a un chalé cercano al bloque. Seguimos manteniendo el
contacto con algunos vecinos, pero ya no fue igual. Ganamos en
independencia, pero perdimos la compañía de aquellos vecinos tan
encantadores.
En
una época, como la actual, en la que, sobre todo en las ciudades,
muchos vecinos ni te miran a la cara cuandos se cruzan en la escalera
contigo, es grato conservar la memoria de otra época en la que la
buena vecindad era fruto de la mejor cortesía.
Comentarios