Mis primeros años escolares los
cursé en la etapa de Preescolar, en unas aulas que había en el
barrio inglés de Bellavista en Riotinto, en las cuales mi tía Lucía
era maestra.
Recuerdo que en aquellas aulas
aprendíamos pronto a leer, de forma que, cuando entrábamos en
primero de EGB (Educación General Básica), ya podíamos entender
textos completos al tiempo que los leíamos en voz alta. No recuerdo
el nombre de aquellas maestras tan amables que nos guiaron por el
mundo de las letras y los números, pero les agradezco enormemente su
labor de entrega.
De
aquellos años tengo varios recuerdos. Uno de ellos es el siguiente:
para ir hasta Bellavista mis padres me montaban en un autobús con el
que aún sueño de vez en cuando. Al bajarme de él una mañana, me
caí y me golpeé en la cabeza, pero no le di importancia. Mis padres
me castigaron aquella tarde por alguna trastada obligándome a dormir
la siesta. Entonces empecé a llorar porque me toqué la cabeza y
descubrí una pitera con sangre ya seca. Me llevaron al
hospital y tuvieron que curarme la herida varias horas después de la
caída.
Otra vez, de vuelta de las
clases, me quedé dormido en el autobús. Mis padres me recogían
siempre al lado de la capilla del viejo hospital de la Compañía
(actualmente Museo Minero). Aquel día no me bajé del autobús
porque estaba rendido y mis padres no comprobaron si estaba o no en
algún asiento. Cuando desperté, me hallaba en mitad de la mina al
lado de un trabajador que le decía al chófer que en un asiento
estaba yo dormido. Aquel autobús hacía una ruta de recogida de los
mineros, por lo que mis padres tuvieron que esperar a que el chófer
volviera a dejarme en la capilla bastante tiempo después del
previsto. El susto fue tremendo.
De
aquella época preescolar recuerdo que las maestras nos asustaban
contándonos historias de una bruja que rondaba por los alrededores,
con la idea de que no nos alejásemos de las aulas.
Con cinco años entré en
primero de EGB en el colegio “Francisco Franco” de Riotinto. A él
fuimos mi hermano y yo, mientras que mis hermanas fueron al colegio
“Virgen del Rosario”. Mi primer maestro de EGB se llamaba Don
Manuel. Recuerdo también su apellido, pero no lo diré porque no
tengo buen recuerdo de él.
Era de los maestros de la
escuela antigua. Recuerdo que el primer día de clase se presentó
así: “Me llamo Don Manuel *** y les voy a presentar también una
cosa para quien se porte mal o no trabaje”. Sacó de un cajón de
la mesa una palmeta de madera con la que nos daba con fuerza en la
palma de la mano por sólo el hecho de equivocarnos al escribir.
Con él se cumplía el dicho de
“la letra con sangre entra”. Gracias a su palmeta no se me
olvidará nunca, por ejemplo, que delante de p y b hay
que escribir siempre m y no n, pero a costa de sufrir
auténtico miedo de sus reacciones.
Años más tarde tuve como
maestro al llorado Don Emilio Santos, que era mucho más afectuoso y
nunca nos tocó un pelo. Aún recuerdo su paciencia infinita con
nosotros, así como su preciosa letra de imprenta que tanto quería
yo imitar.
En
años posteriores tuve como maestros a Don Javier Márquez, Don José
Caballero, Paco Gomera, Fernando Espinosa, José María del Rosal...,
todos ellos excelentes profesionales de quienes guardo gratísima
memoria.
En
aquella época los alumnos teníamos un respeto reverencial, casi
sagrado, a la palabra del maestro. No se nos ocurría, por ejemplo,
ponernos a charlar en clase. Por ello, nos cundían mucho las mañanas
y por las tardes apenas teníamos deberes, por lo que las dedicábamos
a jugar con los amigos en la calle.
En
mis recuerdos hay una confusión entre el colegio y el instituto, ya
que cursé ambas etapas en el mismo centro (salvo primero de BUP y
parte de segundo de BUP, cuando recibí clases en el antiguo edificio
del instituto detrás de la iglesia, al lado del depósito de agua).
Por esa confusión no sé muchas veces qué anécdotas pertenecen al
colegio y cuáles a mi etapa de enseñanza secundaria.
A
pesar del respeto que teníamos a los maestros, motivado también por
el hecho de que nuestros padres estaban muy implicados en nuestra
educación, la enseñanza de antes se basaba en un contacto más
humano, menos artificial, entre maestros y alumnos. Había menos
cinismo y casi todos íbamos con la verdad por delante.
En
mi colegio se hicieron experimentos pedagógicos curiosos: por
ejemplo, se mezclaban alumnos de diferentes cursos dentro de una
misma clase. Recuerdo que, estando yo en octavo de EGB, compartí
aula un tiempo con mi hermano Cayetano, que estaba en sexto.
Los maestros fomentaban
muchísimo en nosotros la creatividad. Recuerdo haber participado,
como muchos de mis compañeros, en excursiones, teatros, el periódico
del colegio, en las Olimpiadas Escolares, en galas de final de
curso... En una gala los compañeros montamos una murga (o chirigota
de carnaval) en la que imitábamos a nuestros maestros. En otra gala
de distinto año imité a Felipe González tal y como entonces lo
hacía Pedro Ruiz en televisión. Mi propósito era el de hacerlo
entre bastidores, pero el micrófono no me llegaba y al final tuve
que dar la cara ante el público, con mi consiguiente vergüenza.
También había concursos de
disfraces en Carnaval. Un año gané por sorteo un premio en aquel
concurso, a pesar de que mi disfraz de vaquero no estaba muy logrado.
Los maestros nos mandaban
trabajos que teníamos que realizar con ayuda de las enciclopedias de
casa o las de la biblioteca del pueblo, ya que los ordenadores
brillaban por su inexistencia.
Cuando llegaron los primeros
ordenadores, estos se usaban sobre todo para jugar, no para estudiar.
En
clase se le daba mucha importancia a la caligrafía, a la ortografía y también a la
memoria. Recuerdo aún partes completas de la tabla periódica de
elementos, que teníamos que memorizar íntegra junto con la valencia
de cada elemento en la época del instituto.
Teníamos un pequeño libro
verde de formulación química que estaba plagado de errores y cómo
nos entretenía encontrar los fallos. Y es que aprendíamos a
entretenernos estudiando porque no nos quedaba otra. No existía la
posibilidad de dejar de estudiar. O estudiabas o trabajabas: no había
situaciones intermedias.
En
las clases de Lengua leíamos en voz alta. Recuerdo la lectura, en
las claras tardes de primavera (porque había colegio por la tarde),
de Platero y yo. Los alumnos teníamos diferentes ediciones de
dicho libro de Juan Ramón Jiménez y a veces los textos leídos
tenían variantes, hecho que no terminábamos de comprender.
A
mí no es que me entusiasmase precisamente levantarme temprano para
ir al colegio, sobre todo en las frías amanecidas de invierno. Una
vez llegué a soltarle una torta a mi madre cuando me despertaba y
ella me correspondió con otro sopapo.
Sin embargo, había que hacerlo.
Era nuestra obligación y no se discutía.
De
aquella etapa recuerdo un dictado que tuvimos que estudiar referido a
la historia de los reinos de taifas, los almorávides y los
almohades. Quizá no me sirviese para nada útil en mi vida memorizar
aquella información, pero sí para enriquecerme con el conocimiento
de otras realidades. El buen estudiante es el que de la obligación
de estudiar extrae la curiosidad de aprender.
No
sé si del colegio o del instituto recuerdo la siguiente historia:
una vez apareció en clase un viejo caballero trajeado elegantemente
que recitó poemas de memoria de una forma magistral. Se me quedaron
grabados en el alma versos de uno de aquellos poemas y pasó mucho
tiempo hasta que, gracias a Internet, pude rescatarlos. El poema se
titula “El perro cojo” y su autor es Manuel Benítez Carrasco.
Creo que aquella hora de poesía justificó muchas horas de hastío
en el colegio.
Al
final de octavo de EGB los alumnos teníamos que presentar un trabajo
al que llamábamos el trabajo de Graduado, que era una especie de
proyecto de fin de etapa. En una ceremonia de clausura del curso se
nos agradecía aquel esfuerzo con la entrega de unos diplomas. Yo
elegí para mi trabajo el tema de la historia de los grandes
descubrimientos. Con la ayuda mecanográfica de mi padre copié la
información de una enciclopedia, acompañándola de fotocopias de
ilustraciones.
Aquel mismo curso, el último de
la enseñanza obligatoria, hicimos un viaje de fin de etapa por
España con dos maestros, uno de ellos Don Emilio. Fue una especie de
despedida de un ciclo, uno de los más importantes en la vida de una
persona: la etapa del colegio. Visitamos Cáceres, Madrid, Granada y
Córdoba. A algunos de mis compañeros de entonces no los he vuelto a
ver desde aquel año.
Aquella etapa escolar ha dejado
una profunda impronta en mi vida. Hoy soy profesor de instituto y
cada día lectivo intento inculcar a mis alumnos la pasión por el
conocimiento, la ilusión por aprender, la sana curiosidad, la
creatividad, el gusto por la belleza y por las palabras..., ni más
ni menos que lo que mis maestros intentaron enseñarme hace ya tanto
tiempo.
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Un abrazo dear cousin.