En
mi infancia sólo había dos canales de televisión, los cuales
emitían en dos bandas distintas (UHF y VHF), pero los programas eran
de gran calidad.
En
aquella época las emisiones tenían una calificación por edades
representada por unos rombos blancos: si aparecía un rombo, el
programa era indicado para mayores de catorce años; si aparecían
dos, sólo para mayores de dieciocho.
La
televisión sólo existía durante el día, ya que de noche no había
señal.
De
chico me encantaban los dibujos animados, aunque no los echaban a
todas horas como hoy en día. La sesión de dibujos semanal era la de
los sábados por la mañana. Había muchos programas infantiles en
aquella época: Sabadabadá, La bola de cristal...
Más tarde empezaron a gustarme
otros programas como, por ejemplo, las series: Superagente 86,
Orzowei, Sandokán, Verano azul, Pippi
Calzaslargas, Kojak...
Un
clásico de aquella época era el concurso Un, dos tres...
responda otra vez de Chicho Ibáñez Serrador, aunque uno de los
programas que más me gustaba era El hombre y la Tierra, de
Félix Rodríguez de la Fuente.
Recuerdo que mi padre no se
decidía a comprar una tele en color que reemplazase nuestra vieja
KOLSTER en blanco y negro. Como forma de protesta, mi madre y yo
bajábamos todos los jueves después de la cena a casa de la vecina
de abajo (Juanita) para ver en color las fascinantes aventuras de
Félix por medio planeta en busca de los animales más sorprendentes.
Justo después emitían el
programa del doctor Jiménez del Oso, La puerta del misterio,
con sus desconcertantes historias del mundo sobrenatural.
Parece que la presión fue
efectiva porque por fin un día mis padres se presentaron con el
televisor en color, un TELEFUNKEN del que guardo grata memoria. La
primera imagen que salió de aquel aparato fue la del insustituible
Kiko Ledgard.
También me gustaban mucho los
concursos: El tiempo es oro, presentado por Constantino
Romero, A la caza del tesoro, de Miguel de la Quadra-Salcedo,
3X4, de Julia Otero...
Cuando ya era un niño grande
podía negociar con mis padres si podía ver o no películas o
programas de un rombo. Sin embargo, a veces el poder hacerlo traía
consigo un problema: que al no ser aquellas emisiones recomendables
para mi edad, me desasosegaban profundamente. Yo establecía con
ellas una relación de amor y de odio porque, por un lado, quería
convertirme en una persona mayor que presumiese de haberlas visto y,
por otro lado, sabía que el verlas me provocaría un estado de
nerviosismo que me dificultaría luego poder conciliar el sueño.
Esto me sucedía, por ejemplo,
con la serie de Ibéñez Serrador titulada Historias para no
dormir o con las historias cortas de misterio de Hitchcock.
Recuerdo haber visto La fuga
de Logan y Fahrenheit 451, películas de ciencia ficción
que me marcaron profundamente. ¡Qué difícil es que un chaval hoy
tenga acceso fácil a un cine como ese!
Algunas de aquellas películas
introducían los sesudos debates del programa La clave, de
José Luis Balbín. En uno de ellos, el cual trataba de la guerra
nuclear, pusieron El increíble hombre menguante, maravilloso
largometraje.
Por supuesto, los debates
posteriores no los veíamos, pero sí las películas previas, que
dejaban en nosotros un poso de reflexión, una madurez, una
imaginación y una visión crítica que hacían de aquellas películas
un instrumento muy eficaz de propagación de la cultura y el
aprendizaje.
Otras veces veíamos ciclos de
películas de determinados actores o directores y también a veces
teatro, en el programa Estudio 1, en el cual se emitían
magníficas adaptaciones televisivas de obras dramáticas.
¡Ay, aquella televisión de
antes! Con tan sólo dos canales, ¡cuánta calidad!
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