Curiosamente, a pesar de que en
mi infancia me convertí en lector empedernido, no recuerdo muchos
libros de aquella etapa.
Mi
recuerdo más antiguo de un libro es el de uno que tenía unas
ilustraciones preciosas en las que aparecían unos patitos.
Seguramente era un libro de cuentos infantiles. Aquel libro no volví
a verlo nunca más.
Creo que mi afición a los
libros se vio alimentada por el hecho de que yo era un niño
ensimismado, muy atento a mi mundo interior pero terriblemente
despistado.
Los tebeos fueron para mí un
aprendizaje de la lectura. En la escuela completábamos dicho
aprendizaje con libros que poco a poco, conforme avanzábamos de
curso en curso, iban teniendo más texto y menos ilustraciones.
En
mi casa recuerdo haber leído, por mandato de mis maestros, Tom
Sawyer, el Lazarillo de Tormes, el Cantar de Mio Cid...
Aún conservo algunos de esos libros y de vez en cuando releo las
hojas amarillentas del Lazarillo. Éste es un libro que me
sigue cautivando en cada relectura, debido a la frescura y sencillez
de la historia, igual que cuando lo leí por vez primera.
Tom Sawyer me encantó.
Es una historia maravillosa que disfruté igualmente en su adaptación
al cine.
El
Cantar de Mio Cid lo leímos en una edición que conservaba el
texto en castellano medieval y que también traía una prosificación
modernizada de la historia de Rodrigo Díaz de Vivar.
Años después, cuando estaba en
cursos superiores, leí la primera parte de El Quijote, libro
de lectura obligatoria entonces.
Por mi cuenta leía otros libros
aparte de los que nos mandaban en el colegio o en el instituto.
Así, recuerdo que disfruté
mucho con la lectura de las aventuras de Los Siete Secretos,
con las historias completas de Sherlock Holmes (que me fascinaron) y
con Los viajes de Gulliver.
También leí, en un volumen que
estaba en casa de mis abuelos maternos y cuyo olor lo tengo grabado
en la memoria, los cuentos de misterio de Edgar Allan Poe, que me
produjeron un gustoso desasosiego, en especial el titulado “Los
enterramientos prematuros”.
Me
gustaron también las aventuras de los primeros exploradores polares,
las de los arqueólogos de leyenda y las de las Olimpiadas clásicas
y modernas.
El
disfrute con la lectura me llevó también a escribir historias, pero
ésa es harina de otro costal.
Casi siempre leía en la cama,
atento a cada palabra, dejando a veces que la emoción surgiera en
forma de lágrimas que recorrían como surcos mis mejillas.
De
noche, ya acostado y con la luz apagada, buscaba entre las sábanas
el Polo Norte o la tumba de Tutankamón, continuando las aventuras
que había dejado aplazadas para el día siguiente en el libro de la
mesita de noche.
En
casa de la vecina de abajo hojeé una enciclopedia de la historia de
la Humanidad que me maravilló. Me sobresaltó leer aquellas páginas
que hablaban de nuestros antepasados, las cuales se acompañaban de
fotografías que intentaban reproducir el aspecto de aquellos
homínidos del pasado.
Aprendí en la lectura a vivir
otras vidas distintas de la mía, a conocer mejor la realidad del
mundo, a conocerme mejor a mí mismo, a emocionarme con las palabras,
a disfrutar de su belleza, a satisfacer mi curiosidad, a mejorar mi
expresión (la caligrafía, la ortografía...) y, en definitiva, a
ser mejor persona.
Desde entonces hasta hoy la
lectura se convirtió para mí en una necesidad del alma equiparable
a la de la comida diaria para el cuerpo, así como también en una
forma maravillosa de aprovechar el tiempo.
Cuando uno tiene hijos y piensa
en cuál es la mejor herencia que puede dejarle, sin duda hay que
subrayar el gusto por los libros y la cultura.
Aquello lo aprendí hace
bastantes años en Riotinto, cuando yo era un niño.
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