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A
la memoria de mi tía Alicia.
Raro es el día en el que no me
acuerdo de ellos, a pesar de que hace tiempo que murieron.
Mis abuelos paternos se llamaban
José y Soledad. A él no llegué a conocerlo, ya que murió cuando
mi padre era joven, mucho antes de que se casase con mi madre. Sin
embargo, intuyo que en mí hay rasgos de personalidad de mi abuelo
José, transmitidos a través de mi padre. Por eso, creo que las
personas fallecidas no terminan de morir del todo, pues en nosotros
queda parte de su esencia.
Mi
abuela Soledad era la bondad personificada. Vivió con mi tía Lucía,
hermana de mi padre, en Riotinto y más tarde en Sevilla. La recuerdo
siempre con su risa que contagiaba alegría a los demás, a pesar de
los tiempos tan difíciles que tuvo que vivir en la época posterior
a la guerra civil y a pesar de su vejez llena de dolores.
Se
nos fue hace ya unos años, un día de invierno lluvioso y gris,
mientras dormía. A ella le dediqué un poema, titulado “Polvo de
estrellas”, escrito pocas horas después de su muerte:
Dios preparó un lecho de ramas
sobre
las brasas del día pasado.
Prendió
un tímido fuego de estrella
que
hizo crepitar la tierra,
bullir
la naturaleza en reposo
otro
día más, como desde antiguo.
Las
brasas en el hogar saltaban:
almas
que nacían inocentes,
al
calor de los troncos prendidas,
para
morir al instante en ceniza
del
fuego eterno alejadas.
Dios
contemplaba sin complacencia,
con
indiferencia acostumbrada,
el
crepitar de las vidas en llama,
el
final de las ascuas vencidas.
Por
el ventanal abierto al norte
miraba
al general Invierno,
que
con su ejército instalaba
sus
líquidos cuarteles de hielo,
paisaje
de nubes airadas
que
viese antaño el hombre primero.
Y
tú, ascua unida al tronco brillante,
el
mejor brillo del fulgor divino,
caíste
al fin, vencida del peso de las horas,
un
día de lluvia ingrato y frío.
Soledad, ¡qué solos nos has dejado!
Que
la tierra te sea leve,
que
el dolor y la erosión del tiempo
dejen
recordar tu alma en llama;
que
tu nombre tarde en perderse,
que
no estés sola allá donde vayas,
y
que nos sea concedido el don de tu huida.
Porque
eres más que letras sobre frío yeso,
más
que la palabra perdida de un poema de viento,
porque
ahora luces más que en vida
y
lloró el cielo al recibirte,
aún
seguirás mucho tiempo en nosotros
mientras
tengamos memoria para amarte.
Mi
abuelo materno se llamaba Manuel. Fue una de las más bellas personas
que he conocido en toda mi vida. Se hacía querer con sus chistes
horriblemente malos y con sus gestos de caballero antiguo.
En
el piso de la playa era el primero que se levantaba y, después de
beberse su café hirviendo, empezaba a hacer tostadas para un
regimiento. En el duermevela del alba, escuchaba uno el rasgueo de su
operación de untar mantequilla en los panes. Cuando, ya tarde, nos
levantábamos, nos estaba esperando una gran fuente de cristal marrón
con una montaña de tostadas más duras que una piedra.
En
la arena de la playa nos ponía en formación militar a los nietos y
hacíamos con él gimnasia sueca.
Mi
abuelo Manuel o Manolito (alias “el Gordito”) siempre se ofrecía
a ayudar en casa. Hasta poco antes de su muerte demostró una gran
fuerza. Iba a la plaza de abastos de Riotinto y volvía con las
bolsas de la compra, que pesaban bastante, en las dos manos,
renqueando por causa de sus piernas arqueadas.
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Había sido mecánico de
locomotoras en las viejas cocheras de la mina, donde -curiosamente-
mi padre y él fueron compañeros de trabajo antes de que mi padre
conociese a mi madre.
En
un accidente de trabajo había perdido de raíz un dedo de una mano.
Siempre jugaba con los niños a contar sus dedos. Quien no conocía
la historia, se asombraba al descubrir que sólo tenía nueve
falanges.
“El Gordito” era un mote que
le pusieron cuando jugaba de defensa en el Riotinto Balompié. Parece
ser que se parecía mucho a un jugador de otro equipo que tenía tal
sobrenombre.
El
fútbol era su pasión. Una vez en la playa lo llegué a ver sentado
delante de la televisión y pendiente de un partido. Al mismo tiempo,
con una mano agarraba su transistor, del cual salían las voces de
los periodistas que retransmitían el mismo partido que estaba
viendo, y con la otra no soltaba el diario deportivo Marca.
Al
campo de fútbol de Riotinto fui muchas veces con él. Curiosamente,
con todo lo calmado que era fuera del campo, en las gradas se volvía
un aficionado vociferante y exaltado. Cuando yo ya estaba en el
instituto, dejé de acudir al campo, pero los compañeros que seguían
yendo a los partidos me comentaban los lunes “¡Vaya follón que le
montó ayer al árbitro tu abuelo!”.
También le gustaban los toros.
De él me viene la afición taurina, ya que se sentaba conmigo
delante del televisor y me explicaba todas las fases de la lidia.
La
casa de mis abuelos Manuel y Antonia tenía dos plantas. Había que
subir unos escalones para entrar y, una vez dentro, te encontrabas
con un recibidor a la derecha, una especie de continuación del salón
de arriba en la que había unos sillones. A la izquierda estaba el
dormitorio de mis abuelos, con un gran armario y una esquina con
estanterías tapada por una cortinilla.
Se
subían otros escalones y pasabas entonces al salón de arriba, con
su mesa con brasero cubierta con un paño de croché encima de la
nagüilla, el mueble de la televisión a la derecha, un
cenicero en el que unas flores de jazmín llenaban la casa de un
aroma embriagador...
En
esa misma planta, que era la principal, estaban la cocina, un pasillo
con una alacena y el viejo cuarto de baño al fondo. Aún recuerdo
aquel olor a pastillas de jabón antiguas.
También había en aquel nivel
un patio, lleno de macetas con flores, y el cuartillo de trabajo de
mi abuelo.
En
la planta de arriba, a la que llegabas subiendo unas escaleras que
estaban detrás de la alacena, había dos cuartos que tenían poco
uso en los que había varias camas. En el altillo de un armario
empotrado, se guardaban, entre otros libros viejos, cientos de
novelas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía, a las que mi abuelo
era muy aficionado.
En una mesita de noche, una caja con viejos
objetos: entradas de un partido de fútbol en Alemania, gafas
antiguas, viejos documentos de la guerra...
En
el cuartillo del patio mi abuelo se entregaba a componer o reparar
todo tipo de chismes (paraguas, gafas...) de los vecinos, amigos y
familiares. Lo hacía por amor al arte, ya que nunca cobraba nada a
nadie. Sus conocimientos de antiguo mecánico los empleaba en ayudar
a los demás, sin esperar nada a cambio por ello.
A
aquel cuartillo los nietos íbamos a realizar las labores de
manualidades que nos mandaban en el colegio. Por ejemplo, en el banco
de madera con su tornillo cortábamos con la segueta los paneles de
marquetería.
Cuando leí Cien años de
soledad, de Gabriel García Márquez, me asombró la historia de
los pescaditos de oro que fabricaba el coronel Aureliano Buendía en
un cuartillo muy similar al de mi abuelo Manuel.
Con mi abuelo, igual que con mi
padre, aprendí el gusto por el trabajo bien hecho y la necesidad de
tener siempre a mano unas buenas herramientas para cualquier labor.
Mi
abuela Antonia (“la Gambera”) se peleaba constantemente con él
por la falta de orden y de limpieza de aquel cuartillo del patio, que
tenía algo de taller de alquimista.
Ella era una mujer sufrida,
acostumbrada toda su vida a sacar adelante a su familia en
circunstancias difíciles.
Recuerdo que cuando yo era muy
chico me contaba unos espeluznantes cuentos de lobos que me producían
un terror espantoso y que al mismo tiempo me encantaban.
Mis hermanos y yo los queríamos
muchísimo a los dos. Muchos días venían a nuestra casa a estar con
nosotros y a ayudar a mi madre en su tarea diaria.
A
veces mis padres nos dejaban con ellos. Entonces, libres de la
disciplina paterna, nos entregábamos a unos juegos un tanto
violentos que desesperaban a mi abuela. “Me vais a matar, me vais a
matar...”, se quejaba ella casi llorando.
Por la época en que empecé a
dejar atrás la infancia, estando de vacaciones en la playa, recuerdo
que una tarde fui a pasear con mis abuelos. Yo los miraba y al mismo
tiempo pensaba si me sería posible soportar que un día ya no
estuviesen en el mundo.
El
tiempo me ofreció la respuesta: es posible seguir viviendo sin las
personas queridas que se quedan en el camino, pero no es posible
dejar de olvidarlas porque, entre otras cosas, siguen vivas no sólo
en nuestra memoria, sino también en nuestros actos de cada día.
Queridos abuelos, Dios os tenga
en su gloria.
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