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La fe







No desdeñéis la palabra;
el mundo es ruidoso y mudo,
poetas, sólo Dios habla.

Antonio Machado, Nuevas canciones.



    Al final de la infancia recibí, en un grupo en el que también estaba mi primo Waldi, la Primera Comunión en la iglesia de Riotinto de manos de Don Isidro (que en paz descanse).
    Mi familia lo celebró con un convite en las aulas de Preescolar de Bellavista. Parece que estoy viendo aún la tarta con forma de campo de fútbol y aquellos álbumes y libros religiosos que nos regalaron y que tenían aquel olor tan especial.
    La fe era entonces para mí un gran misterio. Yo procuraba tenerla, pero me costaba trabajo encontrarla en la repetición de la ceremonia de la misa, que para mí era un rito cansino del que uno no podía librarse cada domingo.
    Sin embargo, la trascendencia se nos presenta a todos alguna vez en medio del camino. Para mí estaba en el rito anual de la Esquila, en esas voces masculinas que, en las madrugadas frías de octubre, rompen el silencio de las noches riotinteñas cantando llamadas para acudir al Rosario del amanecer.
    Cuando yo de niño escuchaba aquellas oraciones cantadas destinadas a la Virgen del Rosario, cuyo origen se pierde en el misterio del tiempo, siempre pensaba en Dios, en un Dios cercano, amable, que nos protege a todos con su amor de padre, que vela nuestros sueños y nos ilumina con su luz en medio de los vendavales, que es manantial de agua fresca que calma nuestras ansias.
    Como niño que era, en aquella época me costaba asumir la idea del pecado y, sobre todo, la necesidad de confesar mis faltas al sacerdote.
    Una vez en el instituto, en la época en que me preparaba para la Confirmación, el padre Plaza pasó un cuestionario a mi clase. Había que responder a varias preguntas. Una de ellas era “¿Has pensado alguna vez ser sacerdote?” Yo marqué la equis en el SÍ, pues era verdad que lo había pensado, pero igual que había pensado también ser arqueólogo o médico.
   Aquella cruz hizo que dicho cura me convocase a una reunión con él en la parroquia. Allí me propuso la posibilidad de que yo estudiase COU, el último curso del bachillerato de entonces, en un colegio católico de Huelva, con idea de que me pudiese preparar también para el sacerdocio.
    Yo había estado pensando en aquella reunión los días previos y había conseguido encontrar, no sin dificultad, una palabra que sabía que existía, seglar (que significa 'laico, que no es eclesiástico ni religioso'), para poderla introducir en mi réplica: “No, padre, tengo claro que quiero formar parte de la Iglesia pero lo haré como seglar”.
    La Iglesia no encontró en mí a un sacerdote y años después estuve a punto de perder la fe.
    Cuando con diecisiete años me fui a estudiar a Sevilla, me fascinaron el dinamismo de la ciudad, sus grandes ofertas y proyectos. Me volví descreído. Incluso llegué a proclamar una vez en casa de mis padres, en Riotinto, que yo no creía en Dios. Sé que aquello le supuso a mi madre un gran disgusto.
    Pasaron los años. Varios sufrimientos jalonaron mi existencia. Maduré, dejé atrás la infancia y un buen día me di cuenta no sólo de que no era ateo, sino también de que nunca lo había sido del todo y de que nunca lo podría ser, ya que la búsqueda de Dios había sido una constante en mi vida desde pequeño.
    Me he preguntado muchas veces dónde estaba o qué era Dios: ¿el tiempo, el silencio, la vida del más allá, la Iglesia, la fe, la religión, la liturgia, la misa...? Eran preguntas sin respuesta que me llevaban a otras preguntas, en una cadena infinita de interrogaciones. Quizás esa interrogación constante, esa búsqueda permanente sea la fe, la cual sigue siendo para mí, como cuando yo era chico, un gran misterio, porque misterio es la propia vida.
    A veces queremos saber demasiado de Dios, saber, por ejemplo, si nos contempla desde lo alto como nosotros contemplamos las hileras de hormigas en el parque. Saber también si, desde la otra orilla, Él puede ver nuestro caminar por esta vida y si nos espera con los brazos abiertos al final de nuestros pasos en esta tierra.
    Queremos saber demasiado, pero apenas vislumbramos una parte ínfima del fulgor divino.
    Tan malo es huir del calor de Dios como acercarse demasiado a Él. La palabra de Dios, si nos arrimamos mucho a ella, nos abrasa en ocasiones. O nos ahoga, como al hombre sediento del calor del desierto el beber con mucha ansia el agua del anhelado oasis.
    Muchas veces busco a Dios en el silencio, que es la mejor de las oraciones. En el silencio es donde uno se encuentra consigo mismo, lejos del bullicio, aunque el silencio de Dios es también inadmisible para muchos. Hay quien no entiende cómo Dios permite el sufrimiento, el hambre, la muerte sin sentido.
    Yo pienso que el sufrimiento forma parte de nuestra condición mortal y que hemos de resignarnos a él, pero igualmente evitar que se convierta en un dolor permanente.
    La fe es un consuelo, pero hay que alimentarla en el niño desde que éste empieza a tener conciencia.
    La angustia hay que tenerla siempre a raya, y para ello ayuda mucho el amor a un Dios paternal que es consuelo, que es bondad, que no nos abandona nunca y que nos hace volver a tener la ilusión, las ganas de vivir, la fuerza y la confianza que teníamos cuando fuimos niños.

Comentarios

Marita ha dicho que…
No fuiste el unico al que Plaza se lo propuso...
Te imaginas que hubiera sido de nosotros si hubieramos aceptado? Que vueltas da la vida!. Angel

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