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Recuerdos del niño que fui (Epílogo)




La verdadera patria del hombre es la infancia.

Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta.


    Quisiste meses atrás hacer un ejercicio de estilo: narrar por primera vez en tu vida en primera persona. Pero contar historias desde un yo es muy difícil, especialmente si aquello que cuentas es tu propia existencia.
    Quisiste contar tu infancia, fijarla con palabras, perseguir con la tinta imágenes perdidas en el velo de tu memoria.
    Te diste cuenta inmediatamente de que los recuerdos fluían fácilmente, de que el papel absorbía la tinta de aquellas situaciones pasadas como si fuesen aún frescas, de ayer por la mañana.
    Pero también notaste que la primera persona te daba un protagonismo que apenas nunca has buscado en tus escritos. Y te volviste pudoroso, como desnudo ante los demás.
    Iniciaste un rastreo de olores, de vivencias, de visiones de cuartos de casas antiguas, de libros perdidos, de personas que ya no están... Todo ello con el deseo de profundizar en aquella etapa de tu vida en la que fuiste dolorosamente feliz.
    Y ahora que quieres terminar esa busca sientes que te has dejado muchas cosas atrás: las clases particulares de inglés de Mister Pilgrim; el juego de la lima sobre el terreno embarrado en días de luz hiriente después de las lluvias; la forma y el color de los interruptores de la luz con forma de perillas de la casa de tus abuelos; el castigo que sufristeis tu hermano y tú de no poder ver el histórico partido España-Malta (del cual sólo pudisteis contemplar las repeticiones de los trece goles); las bombas de peste con que atufabais a los enemigos eventuales; los sencillos cumpleaños de antes; el teléfono que mandó una fría madrugada de octubre las notas melancólicas de la Esquila desde el salón de tu casa hasta el lugar de Alemania en que vivía tu tío Antonio; tus ilustres despistes (como el de perderte en un ascensor de El Corte Inglés de la plaza del Duque de Sevilla); tus peleas con compañeros del colegio o con tu hermano; la curiosidad tuya de querer saber qué sucedería si metías unas pinzas en un enchufe; los aromas de las plantas aromáticas que recolectaste con tu abuelo en Fuenteheridos; el Riotinto del ayer (sus calles, sus gentes, el colegio, las casas de tus familiares..., espacios ya sin tu presencia); la Empresa, en la que trabajaron tu abuelo y tu padre; tus miedos y manías de entonces; el cumplimiento de una promesa de tu madre de subir andando contigo hasta la ermita de la Reina de los Ángeles en Alájar...
    Y comprendes entonces que no puedes fijar toda tu infancia con palabras, porque muchos recuerdos se te han ido para siempre; que, a pesar de que la escritura es una antorcha que ilumina las sombras, no puedes con ella retener todas aquellas vivencias de tu pasado. Tu bolígrafo no siempre escribe bien o no siempre escribe lo que tú quisieras.
    Te asombra darte cuenta de cómo pasa el tiempo, raudo y veloz como un río, y de cómo, en su voraz transcurso, va haciendo desaparecer a personas, lugares, épocas, situaciones... que van quedando atrás irremediablemente, aunque forman parte indisoluble de tu conciencia.
    ¿O es que acaso pensabas que al evocar a tus abuelos no ibas a llorar del modo en que lo hiciste el otro día, mientras te mirabas en el espejo intentando encontrar aún algún resto de aquel niño que fuiste? ¿Creías quizás que ibas a quedar indemne de este paseo por tu pasado?
    Pero la memoria es también engañosa. Puede hacerte creer que el pasado fue siempre feliz, que no hubo en él disgustos ni peleas, que el mundo era pura armonía y belleza en todo momento.
    No, la memoria es selectiva y, por tanto, mentirosa, especialmente cuando con ella nos forjamos la imagen de cómo éramos antes. Tan selectiva es que muchas veces preferimos engañarnos a nosotros mismos dulcemente, olvidando los pesares del ayer, pensando que jamás existieron.
    No obstante, a pesar de que conoces esas trampas del recuerdo, te quedas con lo mejor de ti y lo mejor de la familia en la que te criaste, la bondad de tus abuelos, de tus padres, de tus hermanos, de tus amigos, de tus familiares, de tus compañeros de clase... y prefieres olvidar momentos de desánimo y angustia o las heridas que te infligieron hace ya una eternidad.
    Pides perdón a quienes se hayan podido sentir ofendidos por haber sido citados en estos recuerdos.
    Tus propósitos eran también, aparte de los ya dichos, el de pasar buenos momentos recordando tu infancia y hacérselo pasar bien a tus lectores (después de tanto tiempo sin escribir en esta bitácora, has descubierto gratamente que aún sigues teniéndolos).
    Pero has de cerrar esta obra de una vez, ya que la Literatura te marca nuevas metas.
    Y terminas de escribir con unas últimas ideas (aún tu bolígrafo tiene tinta para ellas): has descubierto que en la infancia está lo más profundo de uno mismo. Al recordar la niñez con emoción vuelves, en cierta manera, a vivirla y a encontrarte con la versión más noble de tu persona.
    Al evocarla en su conjunto, te quedas con la sensación de que la curiosidad, la ilusión y la vivencia de las horas sin la angustia del tiempo siguen siendo, igual que entonces, tu brújula, el faro que ha de alumbrar tu navegar de cada día y finalmente notas que, en el fondo, nunca has dejado de ser aquel niño que tanto has estado evocando en estos emocionados recuerdos. Y tus últimas palabras son para todos aquellos que no pudieron ser felices en su niñez, con el deseo de que al menos hayan podido serlo en otros momentos de su vida.

Comentarios

Marita ha dicho que…
Lastima que finalice... Para los que no tienen tu riqueza literaria es de agradecer acercarse a mirar estas notas que iluminan lugares osxuros en la memoria
. GRACIAS
Angel

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