Ha
sido muy comentada estos días atrás la eliminatoria futbolística
de la Liga Europa que ha enfrentado a los dos equipos sevillanos de
Primera División, Sevilla y Betis, con el resultado ya conocido del
pase a cuartos de final del primer equipo.
Sin
embargo, hoy quiero referirme a la eliminatoria que enfrentó al
Betis contra el equipo croata del Rijeka en la liga previa de dicha
competición el pasado doce de diciembre de dos mil trece.
Ese
día me había comentado un compañero de tren que en una poco
conocida librería del centro de Sevilla (la librería Al Ándalus) estaban ofreciendo
descuentos del cincuenta por ciento, así que hasta allí me
encaminé.
Primero
pasé por la antigua calle Capitán Vigueras (aún no sé cuál es su
nombre nuevo). Mientras andaba hacia mi destino libresco, iba
pensando en iniciar un proyecto literario (al que llegué a dar
nombre incluso: “Historias peripatéticas”) que consistiría en
ir publicando mis pensamientos acerca de las situaciones que viviese
durante mis paseos vespertinos por la ciudad, al mismo tiempo que
anotaba por dónde había paseado.
Ese
proyecto literario lo abandoné más adelante, pero aquella tarde
hubo dos hechos totalmente diversos que me han llevado a escribirlos
hoy aquí.
Al
pasar por la calle San Fernando, empecé a oír unos gritos de una
multitud que venía hacia mí desde la Puerta de Jerez.
Conforme
me iba acercando a aquella multitud, empecé a caer en la cuenta de
qué era lo que estaba contemplando: eran cientos de hinchas del
Rijeka, escoltados por varios furgones de la Policía Nacional, que
iban gritando sus cantos guerreros eslavos.
Daba
miedo, en la penumbra de la calle, oír en la fría y húmeda tarde de finales de
otoño aquellos gritos y ver a aquellos individuos con
vestimentas paramilitares.
De
pronto tuve la sensación de haber sido transportado décadas atrás y estar viviendo la violencia política
propia de los años treinta. No entendía nada de lo que cantaban,
pero sus gestos sólo transmitían odio, deseo de aniquilación del
enemigo.
Me
di cuenta de forma palpable (una vez más) de cómo el fútbol se ha
convertido en válvula de escape de las tensiones sociales, así como
del gregarismo de todas aquellas sombras aullantes, ajenas en ese
momento a toda contención de la civilidad.
Se
cruzaron conmigo y pronto me alejé de ellos en dirección opuesta.
Seguí mi camino hasta la librería.
Yo andaba buscando algún libro
de Eduardo Zamacois, autor muerto en 1971 y apenas conocido en la
actualidad. Hace tiempo descubrí un magnífico cuento de él
titulado “Noche” y quería saber si aparece incluido en algún
libro suyo.
Aquella
tarde el librero, muy amable, me aseguró que Zamacois era un
escritor raro y malo, pero aún sigo buscando su mejor obra.
No
obstante, no me fui de vacío de aquella librería, pues compré a
mitad de precio la Vida de
Diego de Torres Villarroel (aún no la he leído).
Seguí mi paseo a los pies de la
Giralda, continué por la avenida Eduardo Dato y finalmente enfilé
la calle Juan de Mata Carriazo para llegar a mi casa.
“¡Qué curioso es el mundo!”,
pensé. Uno buscando las palabras perdidas de un escritor desconocido
y otros gritando como monos gregarios, espeluznando a todos los que
escuchaban sus arengas de odio y de batalla. Y todos reunidos en el
mismo espacio bajo la humedad de una fría tarde de otoño hace ya
unos meses.
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