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Mal envueltos en
los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues
de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los
blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras,
vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el
pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las
aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a
las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde,
diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora
expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Gustavo
Adolfo Bécquer: El Miserere (1862).
Me
dijo hace unos días una alumna buenecita que ella veía una serie de
televisión en la que salen zombis. La verdad es que me quedé un
tanto perplejo, ya que me extrañó que aquella cándida criatura se
dedicase a contemplar esa serie, llena de imágenes truculentas,
dantescas y sangrientas (cabezas cortadas, sesos esparcidos, tripas
al aire y demás exquisiteces del género gore).
Aquel
hecho me hizo pensar que en la actualidad vemos demasiadas imágenes
violentas. Hace poco he visionado (como ahora se dice) la
excelente película 300 (basada en la guerra de las
Termópilas, en la que trescientos guerreros espartanos se
sacrificaron al hacer frente al innumerable ejército persa) y llegué
a esa misma conclusión, ya conocida sobradamente por el lector.
Si
algo caracteriza al cine de hoy es la mostración descarnada de la
violencia y del sexo. ¿Dónde quedó el estilo del cine clásico, el
cual omitía de forma elegante cualquier escena que pudiese alterar
emocionalmente al espectador? Quizás la experiencia de las guerras
mundiales del siglo XX nos hizo cambiar nuestra visión de la
violencia hasta convertirla en experiencia cotidiana.
Hay
algo en la violencia que nos fascina; hay en ella algo telúrico,
mágico, irracional que nos lleva a contemplar con cierta delectación
morbosa imágenes de violencia verbal o física (los discursos de
Hitler o la caída de las torres gemelas de Nueva York).
Pero
también esa contemplación tiene efectos negativos. Por ejemplo,
muchos espectadores confunden realidad y ficción al no ser capaces
muchas veces de discriminar una imagen auténtica de una
artificialmente creada. Por ejemplo, los telediarios se convierten en
foco de irradiación de muchos vídeos (muchos de ellos sacados de
Internet), y lo hacen mezclando información y espectáculo, realidad
y ficción en definitiva.
En
determinadas personas (como por ejemplo los adolescentes) esa
confusión creo que propicia un adormecimiento de la conciencia.
Hartos
de ver esas imágenes de muerte y destrucción (como sucede también
en muchos videojuegos), el espectador recibe la idea de que el hecho
de matar o el de morir son un juego, una representación, un teatro
que no es en absoluto real.
Esa
conciencia insensibilizada de las nuevas generaciones es origen de
muchos conflictos, como la falta de empatía con los demás.
Si
se termina viendo como algo normal matar (aunque sea en la
ficción) a un zombi destrozando su cabeza, podrá verse también
como algo normal ver una imagen real similar en un telediario (por
ejemplo, en un reportaje de guerra).
Entonces
se habrá perdido una de las virtudes de nuestra especie, la que nos
hace ser más humanos: la compasión. De ahí al delito o a la falta
hay una delgadísima línea roja.
Como
siempre, a los padres corresponde el ingrato papel de tener que
señalar esa línea a sus queridos hijos y el de evitar que se
conviertan en zombis caminantes y descuidados al que el primer
chalado que pase les destroce la crisma.
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