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SIETE CARTAS LITERARIAS A MI HIJA (Carta segunda)


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Carta segunda

    Querida hija:

    No sé si con tus nueve años vas a entender bien todo lo que te digo en estas cartas. De todas maneras, al escribirlas pienso en ti no como la niña que eres, sino como una mujer madura que dentro de mucho tiempo lee estas palabras de un padre a su hija.
    En la anterior carta te decía que debes evitar que la escritura se convierta en ti en una obsesión.
    En verdad, la actividad natural del ser humano en relación con el conocimiento no es la escritura, sino la lectura. Leer nos sirve para comprendernos a nosotros mismos y también para comprender el mundo. Es algo más que una afición: es la manera que tenemos de rememorar el pasado, de preservar las emociones que nos hacen humanos, de comprender nuestro presente, de prever y organizar el porvenir, de oír las voces de nuestros antepasados... Muchos podríamos renunciar a escribir, pero nunca a leer.
    A muchos lectores apasionados nos ocurre, en algún momento de nuestras vidas, que leer no nos basta y tenemos que rellenar con nuestras palabras el blanco de muchos folios.
    Esa necesidad surge por medio de la imitación de los escritores con cuyas obras nos hemos emocionado.
    Por otra parte, en muchos casos la necesidad de escribir, la fiebre de la escritura, está vinculada a ciertos desarreglos mentales.
   Un escritor español llamado Enrique Vila-Matas hizo un recuento, en un libro suyo titulado Bartleby y compañía, de muchos casos de escritores que, por diversas razones, dejaron de escribir en algún momento de sus vidas.
    Curiosamente, las razones que llevan a muchos a dejar la escritura son las mismas que les llevan a otros a dejarse atrapar por ella: timidez excesiva, personalidad introspectiva, historias personales de tragedias, dificultades de comunicación...
    La escritura puede convertirse para muchos en una vía de escape, pero también en una tela de araña de la que es difícil escapar, de ahí la necesidad de huir de ella llegado el caso.
    No debes olvidar que el genial escritor colombiano Gabriel García Márquez con respecto al trabajo de escritor decía que es el más solitario que existe.
    Toda la arquitectura de lo que quiere plasmar, todas las palabras que deben rellenar los huecos de su esquema inicial, la redacción final, todas esas páginas llenas de signos, numeradas, tachadas, rotas..., todo ello refleja una labor de lucha interior en la que el escritor se empeña en buscar una vez tras otra la mejor frase, la mejor palabra, la mejor idea, el mejor título...
    Y todo ello lo hace en silencio, en la soledad de su cuarto, queriendo encontrar oro en el fondo de su alma, y a veces luchando contra sí mismo, contra un yo que le aconseja una y otra vez que abandone la escritura y se dedique a vivir plenamente.
    Pero aún no he respondido a tu pregunta de por qué escribo.
    Quizás no pueda contestarte, porque probablemente no tengo la respuesta aún. Si alguna vez llego a tenerla, quizás deje de escribir para siempre.
    Escribir es una búsqueda, una de las mejores formas de conocimiento de uno mismo.
    El trabajo del escritor se parece al del buscador de pepitas de oro: ambos tienen que separar el oro de la arena del fondo del río. Las palabras que realmente alimentan deben ser apartadas de las que sólo sirven de relleno.
    Pero para encontrar oro en el río hay que buscar mucho entre la arena del fondo. De la misma manera, para hallar hermosas frases que nos iluminen también hay que leer mucho o escribir mucho.
    En realidad, de momento sólo puedo contestar a la pregunta de por qué me gusta escribir.
    Antes te decía que muchos escritores lo son debido a ciertos desarreglos mentales, leves la mayoría de las veces.
    Yo creo que todo escritor vive su afición como una mentira que cree verdad, igual que don Quijote confundía molinos de viento con gigantes.
    El escritor se deja envolver del silencio y, en su soledad, esculpe sin prisa frases perfectas que dan una idea irreal del mundo.
    Porque el mundo de los libros es una creación hecha de palabras, una realidad en la que el escritor es el auténtico creador, un pequeño dios que construye una visión personal y, por tanto, falsa de la realidad.
    La literatura es un maravilloso diverti-miento, que es diversión y mentira al mismo tiempo.
    Tanto escritor como lector se dejan atrapar por esa mentira en la que los pesares y el aburrimiento de cada día quedan relegados a un segundo plano.
    En la soledad de sus cuartos, el novelista, el poeta, el ensayista y el dramaturgo (y también sus lectores) crean, sin la urgencia del tiempo, un mundo hecho de palabras perfectamente construidas.
    Mientras que en sus relaciones con los demás el escritor no encuentra siempre la palabra justa, sí la halla en medio de la página en blanco cuando nadie le mete prisa alguna.
    Entonces, cuando las palabras fluyen sin sujeción alguna, cuando el escritor se olvida de sí mismo en busca de una idea, un verso, una acción dramática o una descripción de un personaje, la escritura se convierte en un regalo para quien la crea y para su destinatario, el lector.
    Es entonces cuando pesares y aburrimiento quedan atrás, arrinconados por un delicioso mundo de palabras en el que cada frase es siempre mejor que la anterior pero nunca mejor que la siguiente.
    Pocos placeres en la vida pueden compararse al de escribir sin cesar, sin tiempo, con calma, en el silencio apenas roto por ruidos lejanos en una casa sosegada.
    En esos instantes, en el fondo arenoso de un mar de palabras, cree el escritor encontrar el oro molido de la plenitud.



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