Carta
tercera
Querida
hija:
Hay
un asunto interesante en la cuestión literaria: ¿el personaje
principal que crea el narrador es realmente él?
Yo
pienso que en parte sí y en parte no. Un personaje es un álter
ego (un “otro yo”), una creación de palabras que es imitación
del escritor.
No
obstante, éste puede multiplicarse en más de un personaje en su
obra, aunque lógicamente el principal, el protagonista, sea el que
reciba la mayor parte de su carácter y de su historia personal.
Pienso
que el protagonista de una historia es un yo mejorado, perfeccionado
del escritor en esa mentira hecha de palabras que es el texto
literario.
La
vida es muchas veces demasiado previsible y aburrida, de ahí que los
escritores inventemos historias de otras vidas más heroicas que las
nuestras, queriendo reflejar vidas de hombres de acción en lugar de
la vida de contemplación a la que estamos por naturaleza
encaminados. Como en el cuento de Borges que el autor argentino más
quería, “El sur”, en el que el protagonista elige al final
enfrentarse en un duelo a muerte con un compadrito de cara achinada
más diestro que él: Dahlmann empuña con firmeza el
cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.
De
alguna manera, todo escrito literario surge con el deseo de perpetuar
la memoria de quien lo escribe. Por ello, los narradores tienen
tendencia a describir a los protagonistas de sus libros como seres
ideales sin tacha, llenos de valores heroicos.
Por
tanto, igual que antes de posar para una foto muchos se retocan el
peinado y la ropa, el escritor hace en sus textos un retrato ideal de
sí mismo al construir el personaje que lo representa para, de esa
manera, quedar muy bien en el retrato que de él haga la posteridad.
¿Que
qué es la posteridad? Pues es algo que preocupa a muchos escritores:
es el futuro, el porvenir; en este caso, es la opinión que se tendrá
de su obra una vez que ellos mueran.
Sí,
muchos escritores se preocupan en exceso por este tema, sin tener en
cuenta que el olvido de lo que uno haga en este mundo forma parte de
nuestra condición mortal, aunque nos empeñemos en rellenar folios y
folios con tinta.
Al
fin y al cabo, son sólo palabras nuestros afanes.
La
historia literaria está llena de ejemplos de grandes escritores
olvidados y reconocidos muchos años después de morir.
El
afán de muchos escribidores es el de ser aplaudidos en vida y, si no
es posible, en la posteridad, o sea, en la gloria sin tiempo de la
eternidad.
Olvidan
estos que no hay mayor gloria para un escritor que rellenar,
olvidándose de sí mismo, palabras y palabras, consumido por la
fiebre de la escritura, como el que rellena con unos versos una
pequeña hoja de papel, la introduce en el interior de una botella
sellada y la termina arrojando a un océano tempestuoso, ignorante de
cuál será el destino final de su mensaje.
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