A Belén,
profesora de Dibujo, cazadora de nubes incendiadas
Dícese de todo aquello que en sí tiene tal
compostura y agrado que deleita con su visión, y lleva tras sí
nuestro ánimo y voluntad.
Definición de hermoso
en el Tesoro de la lengua
castellana o española
de Sebastián de Covarrubias Orozco (Madrid, 1611).
Querido
lector:
Estos
días últimos del otoño ofrecen unas visiones espectaculares en el
orto y en el ocaso del sol. Los primeros o los últimos rayos del
astro rey crean imágenes hermosísimas sobre el lienzo de las nubes.
Dios
se esmera ahora en pintar los mejores cielos del año.
Hace
tres semanas, volviendo por la tarde a la estación de trenes de
Utrera después de una larga jornada en el instituto, me quedé
asombrado al contemplar la brasa viva y rojiza del ocaso al fondo de
una calle adoquinada y de paredes encaladas, una de las muchas
típicamente andaluzas de la localidad en la que trabajo.
Fue
sólo un momento, un instante fugaz en una larga jornada, pero
suficiente para que en la mente, cámara oscura de la retina, quedase
impresionada aquella hermosísima imagen.
Hace
también unos días me sucedió algo parecido llegando a Utrera en el
tren. Unas nubes plomizas, apenas tocadas por el sol que emergía de
la oscuridad, se llenaron de pronto de una luz rosácea que cambió
pronto a un tono anaranjado.
Las
alturas de la sierra sur sevillana, casi siempre envueltas en bruma, se
recortaban perfectamente en el horizonte, lejos, hacia el mediodía.
La
verdad es que siempre he sido una persona muy contemplativa, tanto
que, de pequeño, me abstraía muchas veces de las conversaciones por
perseguir las caprichosas formas de las nubes.
Recuerdo
que hace unos años, en mi pueblo natal, Minas de Riotinto, durante
unas navidades, fui solo a dar un paseo al Puerto de los Embusteros,
que es una pequeña altura al lado de la barriada de La Naya.
En
aquel atardecer de finales de diciembre, la contemplación de las
nubes, tocadas por los últimos rayos del huidizo sol, me trajo, no
sé por qué, extrañas conexiones mentales, el recuerdo de una
antigua película mejicana en blanco y negro que no he vuelto a ver
más desde que la emitieron en televisión hace ya siglos.
Pensé
entonces en América, continente desconocido para mí al que la luz
del sol viajaba una vez más y del que había venido hasta mí,
cuando era niño, aquella película.
Y
de aquel paseo decembrino por mi pueblo quedó aquel recuerdo,
aquella impresión: la contemplación de una imagen hermosa que mi
mente asoció a otras imágenes en movimiento que, muchos años
atrás, me habían conmovido.
Así
funciona la mente de quien contempla y medita sobre lo contemplado:
retiene en el recuerdo las imágenes, y lo que éstas evocan, en un
archivo de emociones que son los tesoros que recogemos cada día, los
cuales, en definitiva, dan sentido a nuestros afanes cotidianos.
No
soy adicto al arte fotográfico, pero en momentos así me gustaría
tener a mano una buena cámara para poder fijar esos instantes de
belleza que nos ofrece la naturaleza en su sencilla beldad.
Porque
sin duda los mejores instantes de contemplación, siempre accesibles
para todos, son los que la naturaleza nos otorga cada día: la lluvia
de hace unos días, el viento en las hojas, un día de invierno
soleado, los primeros pájaros de la primavera...
“Contemplar”
forma parte de la misma familia de palabras que “templo”.
Contemplar es, pues, construir un templo de belleza en nuestra alma
con ayuda de las imágenes hermosas que nos rodean cada día.
Todos,
el que más y el que menos, somos buscadores de belleza.
La
belleza es la recompensa que cada día traemos a casa de vuelta de
nuestras labores: la de una preciosa imagen natural, la de un bello
rostro o la del alma generosa de otra persona.
Contemplar
es vivir con intensidad la vida. Dediquémonos entonces con
delectación a la contemplación de la hermosura.
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