Louis,
creo que éste es el comienzo de una gran amistad.
Frase final de la película
Casablanca (1942) de Michael Curtiz.
A
todos los que se sienten mis amigos.
Querido lector:
Últimamente hay un tema que
ocupa mi mente y al que no dejo de darle vueltas (para eso, entre
otras cosas, escribe uno: para que algunas ideas dejen de acosarlo).
Es el asunto de por qué se
fastidian algunas relaciones de amistad o de compañerismo.
A todos nos ha pasado alguna
vez: tenemos una relación más o menos fluida con una persona cuando
de pronto, de la noche a la mañana, deja de sonreírnos en un
pasillo o de hacer delante de nosotros los típicos comentarios que
alivian las tensiones que provoca un excesivo silencio (las alusiones
a la temperatura o a la última genialidad del futbolista de moda,
por ejemplo).
No sé a usted, pero a mí en
esos casos me pasa que no dejo de preguntarme si he sido yo quien ha
tenido la culpa del alejamiento por algún comentario
malintencionado, por alguna risa extemporánea, por algún gesto
absurdo o alguna mirada impertinente.
En el caso de los escritores,
además, a todo esto hay que sumar la duda sobre la inoportunidad de
algunas palabras escritas por nosotros.
¡Me entran entonces unas
ganas de parar a esa persona por el pasillo y preguntarle: “¿Por
qué no quisiste profundizar en mi amistad?”!
Pero claro, la vida sigue su
curso, su rutina, el sol sigue saliendo cada mañana en un ciclo
eterno, tú seguirás cruzándote con esa persona y no pasaréis
jamás de un “hola” y un “adiós”, y habréis perdido la
oportunidad de una gran amistad.
No puede uno contentar a todo
el mundo ni tampoco todas las amistades pueden ser profundas, como es
lógico, pero pienso que el ser humano debe llevar siempre consigo un
alma grande que acoja con amor y generosidad a cualquiera que se
atreva a cruzar sus umbrales. Y no sólo por conveniencia, sino, ante
todo, por una verdadera necesidad de dar y recibir afecto, a pesar
incluso de pasadas desavenencias.
La amistad o el compañerismo
requieren de una actitud abierta y de un esfuerzo de diálogo por
ambas partes. Y requieren también de una de las mayores virtudes
humanas: el saber perdonar.
Al fin y al cabo, un
comentario que es objetivamente inoportuno o una suma de ellos no
deben nunca hacernos pensar que la persona que lo ha pronunciado
también lo es.
Nuestro problema, como casi
siempre, es que ponemos fácilmente etiquetas a los demás, etiquetas
que luego nosotros mismos somos incapaces de despegar de la imagen
del otro.
Las personas somos muy
complejas y cambiantes y, aun sabiéndolo, no logramos modificar
fácilmente las ideas preconcebidas que de los demás tenemos en
nuestra cabeza.
Por ello, es agradable
comprobar al menos un día, en un breve instante, aunque sólo sea
uno entre tantos, que en el rostro del otro, de aquel al que un
tiempo atrás consideramos amigo y de quien el tiempo nos ha ido
distanciando, se dibuja una sonrisa bienintencionada, la de quien se
asoma a la puerta de nuestra casa.
La amistad es, en definitiva,
el encuentro de dos almas gemelas. Todas, en el fondo, lo son más
allá de las trampas de la rutina de cada día.
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