Hay sonrisas que valen un
Potosí. En el instituto donde doy clase hay una de ellas.
Vas por el pasillo o por una
escalera con prisas, agobiado por el peso del calendario, cansado de
madrugar y de intentar explicar en clase algo decente a quienes ni
siquiera te miran a la cara cuando, de repente, te encuentras a veces
con unos ojos radiantes de felicidad que destilan amor a la vida, los
de una antigua alumna que aún recuerda momentos de mis clases de
Literatura.
Y en ese momento, más allá
de las máscaras que nos imponen las convenciones, en el encuentro de
dos almas que se miran, gracias a la profundidad de esa preciosa
sonrisa, la mañana se llena de luz. Es la suya sonrisa alegre que
traspasa tu máscara de profesor adusto, que desarma tu ingrato papel
de pastor del vociferante rebaño de los pasillos.
Te das cuenta entonces de lo
difícil que es encontrarte hoy delante de tus ojos una sonrisa
franca, sincera y abierta como ésa, heredada de sus ancestros al
final de una cadena de siglos.
La historia de una persona es
también, entre otras, la historia de su rostro y en esta vida
hostil, por desgracia, abundan los gestos ruines, resentidos y
torcidos por encima de sonrisas amables y sin dobleces como la de
esta niña, sonrisas que te hacen amar el simple hecho de estar vivo,
el simple y al mismo tiempo maravilloso acto de comunicarte sin
palabras con otra persona en un diálogo de complicidad y cordialidad
que dura sólo un mágico instante en una escalera bulliciosa
inundada de una luz sobrenatural de invierno.
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