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TRES TARDES DE TOROS


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Al maestro Manzanares, con toda mi admiración



Quince de abril de 2013:



    «Sé que ese hombre está ahí, pocas filas detrás de la mía. Cada vez que suenan los pasodobles entre toro y toro me vuelvo y me encuentro con sus gafas de sol, que, creo entender, se dirigen hacia mí.
   Siento que probablemente lleva mucho tiempo mirándome, aunque éste habrá sido el primer año en que yo he descubierto su elegante porte de caballero sevillano.
    Su presencia ejerce sobre mí un magnetismo tal que anoche no pude conciliar pronto el sueño como es costumbre en mí.
    Me venía, entremezclada con las escenas de la corrida de ayer, la imagen de su chaqueta celeste, sus patillas de boca de hacha y su pañuelo blanco en el bolsillo.
    Por un hombre así una estaría dispuesta a perder la cabeza y a dejarlo todo por él».




Quince de abril de 2014:



    «Hace un año ella estaba tres filas más abajo y ahora está a mi lado, aquí, en el tendido once de la Maestranza.
    Me costó trabajo (y varios años) el decidirme a acercarme a ella hasta que, finalmente, una tarde del año pasado, al salir de la plaza, con la excusa de un motivo banal y sabiendo que ella también me había echado el ojo, me la llevé a mi terreno.
    Estaba por entonces muy harto de mi mujer, de los hijos, de las rutinas de pareja...
    Mi mujer hizo un drama de nuestra separación, por lo que tuve mucha dificultad para picar al toro, banderillearlo y, finalmente, torearlo.
    Lo que sucedió fue que inmediatamente tuve que torear también el toro de la amante de tres filas más adelante.
    Lidiar con cuernos siempre es complicado.
    Y empiezo a estar harto de mi amante, de los hijos míos y de los de ella, de las rutinas de pareja...».



Quince de abril de 2015:



    Abstraído de la música y de las tertulias taurinas de alrededor, un viejo aficionado disfruta al lado de su nietecita al enseñarle que el momento de mayor emoción para él es el encuentro en la muleta de toro y torero, iluminado por el impresionante y expectante silencio de la plaza.
    Y ajeno a los cambios en los tendidos, el torero, antiguo novelista, borda su faena al fiero toro del tiempo.
    Los relojes se paran en las embestidas de la bestia, embarcadas con temple por el héroe.
    Y no hay entonces para él harturas de mujer ni de hijos ni de rutinas.
    Todo el mundo es en ese instante su muleta, trapo rojo vino con el que parar las manecillas de las horas en busca del pase perfecto, ligado y hondo, que anude su ser con los sueños de torero de su infancia perdida y con la eterna lucha entre el hombre y la naturaleza.
    La estocada final, como el punto final en sus novelas, es entonces ilusión de cierre, de perfección.
    Ajeno a los aplausos de los tendidos, a los dramas de parejas que se rompen o se encuentran, a los imperceptibles cambios de un año a otro sobre los viejos y recalentados ladrillos del coso, él torea, lo que para un torero, es lo mismo que decir que vive.


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