A veces me incomoda que, en el
fondo, desconozcamos totalmente Tu esencia, Tu verdad última, Señor, Padre
misericordioso.
Es la nuestra una vida que discurre,
entre dos nadas, en busca de sentido, en busca de Ti, ser extraño a nuestra
carne de simios con ciertas luces.
¿Quién eres? ¿El hacedor del tiempo,
el mismo tiempo, la nada, el vacío...? Son éstas preguntas sin respuesta que
acosan el fondo de nuestras vidas. Tu silencio nos aplasta.
Ser y no ser nada, esta es nuestra
incierta esencia de humanos.
Somos pero no admitimos el dejar de
ser, y por eso Te buscamos, Dios, cada día, en cada uno de nuestros cotidianos
rituales (fregando los platos, leyendo en el tren, hablando en conversaciones
de temas intrascendentes que evitan nombrarte...).
Tú nos diste la vida y la lengua
para nombrarte.
Yo Te busco, Señor, cada
día, con los brazos abiertos hacia el aire fresco del atardecer.
No sé si, cuando muera, estarás a mi
lado para abrigarme. Pero sí sé que es hermoso, aunque no existas, nombrarte,
Dios, decir Tu nombre, lo cual es ya encontrarte, recoger Tu fruto a manos
llenas.
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