A
Rosario Santana, magnífica
poetisa de mi pueblo,
Minas de Riotinto
(Huelva), que tanto añoro
poetisa de mi pueblo,
Minas de Riotinto
(Huelva), que tanto añoro
Hace
mucho tiempo nació en una pequeña aldea del norte un niño que, con el tiempo,
habría de cantar con una voz dulce, bella y melodiosa.
Siendo
ya un muchacho, cantaba a los ríos, a los arroyos, a los neveros de las
montañas, a los verdes prados en primavera… y, mientras cantaba, su felicidad traspasaba
a todos los que lo oían.
Su
fama se extendió por la región y una tarde llegó a la puerta de su casa un
automóvil (el primero que conocieron aquellos lugares), del cual bajó un orondo
empresario. Fue directamente a hablar con el padre del muchacho.
El gordo Flores prometió un futuro glorioso para aquel joven: ser reconocido
como el tenor más famoso del mundo, viajar por las ciudades de la música (París,
Milán, Venecia, Roma, Viena…), conocer a hermosas mujeres… Flores se
encargaría de pagarle todo: la manutención, las clases de canto, los viajes…
El padre, que quería que su hijo trabajase en el campo, aceptó al fin a
regañadientes la oferta gracias a la intervención de su mujer.
Y
de este modo, dejando atrás su hogar, el joven inició un camino en busca del
triunfo. Primero recibió clases de canto en una ciudad norteña. Luego, cuando
el empresario pensó que ya estaba capacitado, empezó a cantar en todos los
teatros famosos de ópera.
Al principio fue el suyo un gran éxito: se lo rifaban en los salones de
la buena sociedad, hablaban de él en los periódicos con frases rimbombantes y los
aplausos tras sus actuaciones no tenían final.
Pero el joven sentía que no era feliz, pues no podía cantar a los ríos,
a los arroyos o a las montañas de su lugar.
Empezó a entrarle una nostalgia terrible que afectó a su canto.
Una noche, en un teatro de ópera italiano lleno de espectadores, en
plena actuación de la ópera que anunciaba el cartel, el joven, con la garganta
conmovida por el llanto que pugnaba por salir de ella, enmudeció. Las lágrimas
recorrieron profundos surcos en su rostro, de pronto avejentado.
Se fue del escenario, tuvo una agria discusión
con Flores, de quien se despidió para siempre, y viajó en penosas condiciones
de vuelta a su casa.
En la puerta de ella se encontró con sus padres. Los abrazó intensa,
amorosamente.
Pasó el tiempo. El mundo (los periódicos, las damas de la buena sociedad
y los melómanos) se olvidaron de él, que prefería cantar a las ovejas, a las
vacas o a los pájaros. Algunos lo tomaron por loco.
Un día llegó una carta de Milán: una admiradora que había escuchado
conmovida la rotura de su voz a través de una emisora de radio, le manifestaba
fervorosamente su amor.
Él le respondió con otra carta que sentía no poder corresponderla, pues
su cuerpo y su alma estaban de tal modo unidos a aquella tierra que nunca jamás
la abandonaría en busca de incierta ventura.
Pasaron los meses. Un día llegó un gran automóvil ante su puerta. Esta
vez no se bajó de él el gordo Flores, sino una extraordinaria criatura, Nicoletta
Bardi, quien venía a quedarse con él para siempre.
Se
casaron pronto. Empezaron a tener un hijo tras otro, nueve en total. La tierra
y el vientre de la mujer daban frutos abundantes. Todos los hijos de aquel matrimonio
aprendieron que las mejores canciones son las que uno canta en soledad y en
plena naturaleza, y también aprendieron que, antes que el mejor futuro, hemos
de buscar el mejor instante del presente.
Y
acaba aquí esta historia, que es la de una voz que logró unir dos almas
franqueando una gran distancia entre ellas.
Él se llamaba Adelardo Liencres.
Comentarios
Muchísimas gracias, de corazón.
El microrrelato me encanta.
Un abrazo grande