Aquel
escritor, J., insatisfecho con sus textos breves y con la época de crisis y de
prisas en la que vivía, la cual no favorecía la creación demorada y sin tiempo
que era propia de eras pretéritas, decidiose a comprar un artilugio que le
anunciaban una y otra vez en la parte digital de su cerebro: el condensador de
tiempo de la marca Fluzo.
Era una
especie de máquina del tiempo, pero muy lenta. Lo que hacía era estirar
espacios de tiempo muy breves y convertirlos en otros mucho más largos. Así,
verbigracia, un minuto lo estiraba el artilugio hasta transformarlo en un día
entero, o en un mes completo si era necesario.
De este
modo, J. empezó a estirar sus minutos de ocio para dedicarse a escribir una
magna obra literaria, por lo que se convirtió en un polígrafo moderno.
Sus haikus dieron paso a extensos poemas
épicos; sus cuentos, a larguísimos novelones; sus entremeses, a enormes dramas;
sus artículos de opinión, a vastos ensayos donde intentaba elucidar la compleja
naturaleza humana.
Dueño
por fin del tiempo, sabedor de que podía estirarlo o comprimirlo a voluntad, J.
decidiose a buscar editor, pero, por mucho que lo intentase, las horas-siglos
no le dieron nunca para poder hallar a un osado editor-artista que se atreviese
a publicar aquella magna obra, demasiado extensa para los criterios modernos según la opinión de los editores de entonces, que estaban siendo ya reemplazados
por grandes empresarios de telebasura, los cuales eran los señores encargados
de seleccionar los textos que alienasen a las nuevas hornadas de lectores
acríticos.
Por otra parte, a pesar de haber conseguido tener todo el tiempo del mundo para
engolfarse en los mares sin límites de las palabras, empezó a sentir un gran
desasosiego.
En el
fondo, echaba de menos aquella época, varias horas reales atrás, en que, a
salto de mata, sin previo aviso, ideas presurosas acudían a su mente de
literato ansioso para convertirse en microrrelatos, en microteatros, en
micropoemas (haikus) o en aforismos
que él rápidamente, de modo compulsivo, compartía con su extenso grupo de
familiares y amigos del «Internete».
Desencantado,
echó al fuego purificador el condensador de flujo de la marca Fluzo junto con
toda aquella magna obra que había escrito en realidad en muy pocas horas reales
de su vida y decidió olvidar la vida contemplativa de los novelistas de antaño.
Como
digno hijo de una época apresurada, prefirió al fin dejarse llevar por la prisa
y la compartición antes que por la calma y la contemplación.
Un
infarto dicen que fue la causa de su mala muerte. Pobre.
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