El escritor judío austríaco Stefan Zweig (1881-1942)
inicia de este modo sus imprescindibles memorias, publicadas el mismo año de su
muerte y tituladas El mundo de ayer:
Si busco una fórmula práctica para definir
la época de antes de la Primera Guerra Mundial, la época en que crecí y me crie,
confío en haber encontrado la más concisa al decir que fue la edad de oro de la
seguridad. Todo en nuestra monarquía austríaca casi milenaria parecía asentarse
sobre el fundamento de la duración, y el propio Estado parecía la garantía
suprema de esta estabilidad. (...) Todo tenía su norma, su medida y su peso
determinados. (...) Nadie creía en las guerras, las revoluciones ni las
subversiones. Todo lo radical y violento parecía imposible en aquella era de la
razón.
La edad de oro de la seguridad... ¿No podría
decirse lo mismo del mundo que hemos vivido hasta hace pocos días, antes de que
el dichoso coronavirus le diese la vuelta a todo? Confiados en la técnica y el
progreso, pensábamos que podíamos ser seres eternos, que nuestro mundo duraría
para siempre, pero se nos olvidó, porque dejamos de leer libros de Historia,
empeñados en un loco avance hacia un consumismo acelerado, que hasta los
mejores imperios han terminado cayendo en el pasado.
El mismo Zweig (víctima, como otros muchos, de
la barbarie de la Primera y la Segunda Guerra Mundial), al final del libro
citado escribe lo siguiente:
(...) tal vez nada demuestra de modo más
palpable la terrible caída que sufrió el mundo a partir de la Primera Guerra
Mundial como la limitación de la libertad de movimientos del hombre y la
reducción de su derecho a la libertad. Antes de 1914 la Tierra era de todos.
Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería. No
existían permisos ni autorizaciones; me divierte la sorpresa de los jóvenes
cada vez que les cuento que antes de 1914 viajé a la India y América sin
pasaporte y que en realidad jamás en mi vida había visto uno.
Hay que tomar precauciones al comparar ese
periodo histórico con el de hoy, ya que el mundo que vivió Zweig fue muy
clasista y, obviamente, no todos podían permitirse el lujo de viajar al
extranjero. No obstante, nos sirven sus reflexiones para observar las
similitudes con el momento actual.
Inmediatamente después de la guerra de 1914,
dice Zweig, el nacionalsocialismo comenzó a trastornar el mundo y, por tanto,
para moverse había que presentar certificados de todo tipo.
Termina el párrafo diciendo:
¡Cuánta parte de nuestra producción, de
nuestra creación y de nuestro pensamiento se ha perdido por culpa de esas
monsergas improductivas que a la vez envilecen el alma!
No puedo evitar contrastar lo expuesto por
Zweig con el mundo que hemos vivido hasta hace pocos días: los padres
helicóptero, las vacaciones contratadas un año antes, las legislaciones
garantistas con lenguaje críptico y exigencias imposibles, el buenismo, el
lenguaje inclusivo pero agramatical, los cumpleaños de los niños en limusina,
las despedidas de solteros con nabos de la huerta en la cabeza, las carreras irreverentes
de las procesiones de Semana Santa, la pornografía para todos y todas, los
programas de telebasura, el fútbol hasta en la sopa, la pérdida de importancia
de la lectura de periódicos y de libros en papel, el postureo de los políticos,
la dictadura de los niñatos en las aulas, el descrédito de la autoridad del
profesor, los ejercicios militares sin enemigo a la vista, la pérdida de
importancia de lo sagrado...
Ahora nos piden pasaporte hasta para ir a
comprar el pan. Algo hemos hecho mal pero...
Siempre hay una esperanza, una oportunidad.
Ahora tenemos mucho tiempo por delante para reflexionar sobre cuál es el mundo
que queremos dejar a las generaciones futuras.
Pasado el furor inicial de gente bailando en
las ventanas y balcones y de móviles saturados de memes supuestamente graciosos,
este tiempo de ahora nos obliga al recogimiento y a la concentración. ¿Por qué
no recuperamos ahora actividades que siempre hemos ido dejando a un lado por la
prisa que nos corroía? Me refiero a la oración, al silencio, a la meditación, a
la contemplación, a la lectura...
Hemos vivido un mundo lleno de estrépito, de
estímulos tecnológicos asfixiantes. Recuperemos un nuevo tempo, el
tiempo sosegado de la contemplación de la realidad de las cosas.
Sin prisas, porque no debe haberlas, dejemos
de mirar a todo lo que hasta ahora nos ha producido inquietud y hagamos nuevas listas
de actividades: manualidades, juegos de cartas y de mesa, lectura de prensa y
de libros, películas, series, deportes caseros, escritura (¿no quisimos siempre
escribir el libro de nuestra vida?), bailes de grupo, cultura en general -teatro,
danza, ópera, música clásica- y, sobre todo, humor, mucho humor para superar
esta situación de confinamiento.
Muchas cosas buenas vamos a sacar de esta
crisis. Una de ellas, quizás una de las más importantes, que ya no querremos
saber nada de las vidas de seres mediocres sin oficio ni beneficio y que, a
partir de ahora, solo nos va a interesar la ciencia (más que nunca) y la
cultura.
Termino con quien empecé: con Zweig. En El
mundo de ayer describe la pasión que había en Viena por el arte, una pasión
que no entendía de clases sociales:
Recuerdo, por ejemplo, de la época de mis
primeros años de juventud, que un día nuestra cocinera, con lágrimas en los ojos,
irrumpió en la habitación: le acababan de comunicar que Charlotte Wolter (la
actriz más famosa del Burgtheater) había muerto. Lo más grotesco de aquel dolor
exagerado era, por supuesto, que nuestra anciana cocinera medio analfabeta no
había estado ni una sola vez en el Burgtheater y no había visto a la Wolter ni
dentro ni fuera del escenario; pero en Viena, una gran actriz nacional era
propiedad colectiva hasta tal punto que incluso los que no se interesaban por
el teatro percibían su muerte como una catástrofe. Cualquier pérdida, la desaparición
de un cantante o de un actor popular, se convertía irremediablemente en luto
nacional.
Que la ciencia y la cultura se conviertan en
nuestro norte. Por eso escribo y por eso rezo. ¡Resistiremos!
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