A mis compañeros y amigos Alberto Torres y
Paco García, así como a la memoria de Juanita, mi querida vecina de Riotinto,
que ayer tuvo el imperdonable detalle de dejarnos y de llevarse consigo su gracia
almonteña
Emily Dickinson (1830-1886), una de las más
exquisitas poetisas de la historia de la literatura, quien apenas publicó sus
versos en vida, dejó en su poemario Carta al mundo un magnífico poema
sin título, dedicado a la pasión por los libros antiguos:
Un
precioso, refinado placer
el encontrarse con un
libro antiguo
vestido a la manera de su
tiempo;
un privilegio, creo,
tomar su venerable mano,
calentarla en la nuestra,
y volver, a través de algún
pasaje,
hasta los tiempos en los
que era joven,
indagar sus curiosas
opiniones,
ir desplegando su
conocimiento
sobre aquello que ambos
tenemos en común,
desde su vieja letra;
lo que los estudiosos
apreciaban entonces,
y en qué se competía
cuando una certidumbre
era Platón,
y Sófocles un hombre;
y Safo estaba viva,
y llevaba Beatriz
el vestido con que la
adoró Dante.
Realidad de otros siglos
que él puede atravesar
familiarmente,
igual que un forastero
que llegase
para decir que eran verdad
tus sueños,
porque él vivía donde se
tejieron.
Su presencia te hechiza,
no quieres que se vaya;
y los viejos volúmenes
asienten suavemente
para tentarte así.
para tentarte así.
[Poema II (569) de la edición de Carta al
mundo de la editorial Renacimiento, Valencina de la Concepción (Sevilla), 2016.
Traducción de José Cereijo y Miranda Taibo.]
Para los lectores acérrimos, especialmente
los de libros antiguos (entre los cuales me incluyo), la lectura tiene un poder
mágico y maravilloso: el de lograr conocer cómo eran las mentes de los hombres
del pasado, sus angustias, sus inquietudes y deseos, su sentido del arte, de la
familia, de los viajes, de la escritura, de la ciencia, de Dios...
Leer es, de alguna forma, trasladarse a
otras vidas, reales o inventadas, en las que uno puede instalarse simplemente
abriendo un conjunto de hojas impresas que no necesitan conexión a ninguna clase
de red ni instalación de ningún tipo.
A los bibliófilos (o bibliómanos, según se
mire) nos gustan los libros también por su forma. Gracias a su aspecto pretendemos
deducir en un primer golpe de vista el autor, la editorial, el autor de la
portada y muchos otros detalles que, para quienes apenas leen o nunca leen
nada, pasan desapercibidos.
Leer, para un amante de la lectura, es otra
forma de alimentarse. Igual que alimentamos nuestro estómago diariamente de
viandas, igualmente hay que entrenar la mente con la lectura de textos provechosos
e iluminadores.
En estos días de confinamiento sigo con la
lectura de Memorias de ultratumba, del escritor, político y diplomático
francés François-René de Chateaubriand (1768-1848). Es un libro en dos
volúmenes de 2700 páginas que inicié en enero del año pasado.
La historia del libro es curiosa: Chateaubriand
quería que sus memorias se publicasen cincuenta años después de su muerte (para
asegurarse así que hubiesen muerto personas citadas por él en el libro), y así
constaba esa cláusula en el contrato con su editor. Lo que sucedió fue que
dicho editor de libros vendió a su vez los derechos de publicación a un editor
de un periódico, con lo cual el autor, que no quería ver publicadas en vida sus
memorias, tuvo que resignarse a verlas editadas en la prensa diaria.
Durante este tiempo de lectura, he llegado a
leer dicho libro en trayectos de metro de doce minutos, hasta que llegó un
momento en que me di cuenta de que no era una lectura para situación tan breve
y con tantos estímulos visuales y sonoros. Además, me sentía un bicho raro,
pues el resto de los pasajeros del metro (salvo uno o dos inadaptados como yo) lo
único que leían eran sus móviles.
Pasé hace unos meses a dejar el libro para
ratos de ocio por las tardes en casa y, para el metro, recuperé la sana
costumbre mañanera de leer la prensa diaria en papel. Seguía sintiéndome un elemento
extraño de todas maneras, pues los únicos diarios en papel que veía en los
vagones eran los de la prensa gratuita.
Sin embargo, en un confinamiento como este,
en el que nos cuesta palparnos y encontrarnos el cuerpo, se nos hace muy
necesaria la lectura “de verdad”, en la que uno hace frente al libro sin la
urgencia del tiempo, que termina siendo muchas veces lo que termina echando
para atrás a muchos lectores frustrados.
Ahora tenemos tiempo. Impuesto, sí, pero
tiempo al fin y al cabo. Un caudal de tiempo sin horas en el que recuperar las
horas luminosas que produce en nuestra alma la lectura.
¿Libros antiguos o modernos? Da igual, siempre
que sean de calidad. ¿Y cuál es la piedra de toque para reconocer dicha calidad?
Que nos conmuevan, que sacien nuestra curiosidad, que nos hagan conocer mejor
la realidad del mundo y que, a pesar del esfuerzo que hay que emplear para
ello, llenen los estantes sin fondo del archivo de palabras que todos tenemos
de fábrica en la mente.
Si algo bueno está teniendo esta pandemia es
la generosa aportación de muchísimas instituciones culturales y empresas de
comunicación, las cuales nos están ofreciendo gratuitamente contenidos
culturales para que el confinamiento sea más llevadero. Entre esas
aportaciones, está la de facilitar un acceso universal y gratuito a la lectura.
Ahora tenemos una oportunidad única para leer,
sin la urgencia de las manecillas del reloj, grandes libros que nos alimenten.
No la desaprovechemos.
Por
ello rezo y por ello escribo. ¡Resistiremos!
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