A
mi amigo Raimundo, que nos va
a
servir pronto la mejor cerveza del mundo
Vivo encima de un bar, cerrado estos días a
causa del confinamiento. En estas fechas debería ser todas las tardes un
hervidero de gente del barrio en torno a conversaciones de fútbol o de la
Cuaresma que va terminando. A veces, en situaciones normales, los parroquianos gritan
más de la cuenta a horas intempestivas, y a uno le cuesta concentrarse en la
lectura del periódico o del libro, en la meditación o en el deseo de dormir,
una vez apagada la luz de la mesita de noche.
Sin embargo, son voces que no terminan de
molestar demasiado, porque ya sabemos que vivimos en una sociedad tan ruidosa
que hasta en los tanatorios somos capaces de montar una feria de conversaciones
en voz altisonante.
El ruido de alguna manera exorciza los
fantasmas y nos protege. Forma parte de nuestra cultura hispánica, quizás
porque nunca nos hemos parado a ver del todo las ventajas del silencio. Se da
uno cuenta de todo esto cuando viaja a otros países, en los que el silencio
forma parte de la educación más exquisita.
Son extraños estos días de confinamiento, pero
sobre todo por el silencio que hay. No se escuchan coches, ruidos de obras,
ambulancias..., nada. Solo el piar de los pájaros rompe tímidamente un fondo de
silencio terrible y al mismo tiempo esperanzador. ¿Sabremos volver al ruido, al
tráfago cotidiano después de esta práctica colectiva y obligada del silencio?
Esta es una experiencia muy dura para
personas que no tengan una vida interior llena de estímulos como la lectura, la
contemplación, la escritura o la meditación. Quizás sea el momento de que ellas
descubran que el silencio no es un ambiente hostil, sino todo lo contrario: un
medio confortador para encontrarnos con lo mejor de nosotros mismos.
El pasado 13 de enero pude asistir en
Sevilla a una charla que dio en la Fundación Cajasol uno de los escritores españoles
actuales que más habla de la abstención de hablar: el sacerdote Pablo d´Ors,
autor de Biografía del silencio.
Una de las ideas que desarrolló en aquel
pequeño teatro, situado en el edificio de la antigua Audiencia, al lado del
ayuntamiento de la ciudad, fue que apenas existe hoy una “literatura de la luz”,
es decir, luminosa y optimista, porque nos hemos enamorado de las sombras.
Así, por ejemplo, criticamos, de una lista
de cien trenes, al único que llega con retraso, mientras el resto, casi todos,
no han tenido apenas incidentes.
Podría aplicarse dicha idea del amor a la
sombra también a otras artes, como el cine, las series de televisión, el
teatro...
Nos hemos enamorado de las sombras (las series
de crímenes, las películas de terror, las novelas sobre el exterminio de los
judíos...). Por ello, llevamos muy mal el silencio en este encierro, en las
cárceles de nuestras casas: porque pensamos que hay un asesino que nos espera
con un cuchillo detrás de cada puerta o una señal de un castigo divino tras
cada ruido del bloque.
Sin embargo, también podemos ver este
silencio como una oportunidad para encontrarnos con la más transparente visión de
nosotros mismos, con la contemplación del mundo desde nuestras ventanas y con
la idea de Dios, que quizás sea el propio silencio.
Vivo desde hace treinta años en una de las
ciudades que más vive la Semana Santa de todo el planeta. Sevilla, en
condiciones normales, sería estos días una efervescencia de preparación de las
procesiones: exornos florales, conciertos de bandas de música, traslados de
imágenes, viacrucis, etcétera.
Cuando llega la Semana Santa, el tiempo
parece aquí paralizarse gozosamente. La gente sale a la calle jubilosa y bien
vestida al encuentro de las imágenes de sus cristos y vírgenes. Todos saben
muchísimos detalles de cada paso, de cada nota de la banda de música, de cada
símbolo de la cofradía.
Yo no he vivido de pequeño una celebración
similar de la Semana Santa, simplemente porque en mi pueblo, Minas de Riotinto,
no había entonces ninguna hermandad de penitencia. Por ello, mi visión de la conmemoración
hispalense de la pasión, muerte y resurrección de Cristo no es apasionada: aunque
lógicamente, como amante de la belleza, me termina siempre subyugando,
encuentro en el modo de celebrar esta fiesta tan sevillana elementos que no me
terminan de gustar del todo.
Aparte de la suciedad de las calles tras el
paso de las imágenes (algo irritante), y del ruido y las malas maneras de
algunos espectadores (algo todavía más irritante), he echado en falta siempre,
en las noticias de los periódicos y en las de otras páginas oficiales, informaciones
precisas sobre el modo de celebrar la fiesta litúrgicamente en las iglesias (horarios
de los cultos, explicación sobre los símbolos de la liturgia, modos de entrar
en la Catedral y ver los pasos en su interior...).
Es decir, observo que muchas veces en
Sevilla se celebra una Semana Santa externa, pero apenas se informa de cómo celebrarla
en el interior de los templos o de las almas.
Hace unos años, fue muy polémica una
decisión de la junta de gobierno de la hermandad de la Vera Cruz. Debido a la
lluvia persistente, decidieron no sacar las imágenes del cristo y la virgen,
pero sí la de otro titular: una reliquia de la Santa Vera Cruz.
Fue una decisión muy criticada por la
Sevilla cofrade del postureo, pero a mí, que vi en televisión aquella procesión,
me conmovió aquel cortejo de nazarenos sin pasos, únicamente guiados por un
relicario de plata con un tesoro en su interior. Era la viva imagen de la
conmemoración de la Semana Santa, en medio de la persistente lluvia y el
silencio.
Aparte de poder recuperar estos días nuestra
conexión con lo sagrado, es esta una magnífica oportunidad para restituir
nuestra conexión con la naturaleza, aunque sea vista desde nuestras ventanas.
De pronto a todos se nos han puesto delante unas gafas enormes para ver el
mundo en silencio y sin prisa.
Armando Palacio Valdés, en su Testamento
literario (Madrid, Librería de Victoriano Suárez, 1929) escribe lo siguiente
al respecto del contacto con la naturaleza y la creación literaria:
Imagino que la vocación literaria debe ser
como la del amor: se siente, se goza, se oculta, causa vergüenza. La poesía es
una hermosa que sólo se entrega a los discretos. Aquello que se escribe para sí
mismo suele ser lo mejor. Un joven poeta francés del siglo pasado, llamado
Mauricio Guerin, nacido y criado en una aldea, corrió a París con ansias de
gloria, escribió poemas, contrajo amistades famosas, frecuentó los círculos
literarios. Su hermana Eugenia permaneció en su rincón campestre y sin
pretensión alguna apuntó con lápiz en un cuaderno los menudos acontecimientos
del día, un paseo por el campo, la visita del párroco, la merienda de unos
niños, la muerte de un pájaro; vertió en aquellas hojas secretas las emociones
de su alma inocente. Los versos del poeta hace ya largo tiempo que yacen
enterrados, si es que alguna vez han vivido. El diario de la humilde lugareña,
reimpreso muchas veces, traducido a todos los idiomas, corre todavía por el
mundo leído y admirado.
Me
agradan las mujeres hermosas que se lavan con agua, los chistosos que no
preparan sus chistes y los literatos que escriben sin pensar en la imprenta. La
poesía nos tira y nos sorprende a todos los seres humanos. Cuanto más puros
sean los ojos, más claramente entra en el cerebro. Un niño es siempre el germen
de un poeta. Observad su mirada límpida, insistente, serena. Es el espectador
desinteresado del universo que recoge ávidamente los rayos de la belleza. Pero
corren los años, se le desata la lengua y dice tonterías.
Nosotros, adultos que añoramos la inocencia
con que contemplábamos el mundo en nuestra infancia, seguimos siendo
naturaleza, pero vivimos, sin embargo, en ciudades, en bloques de pisos sin
apenas plantas, sin poder contemplar copas de árboles ni horizontes marinos.
No obstante, cuando nos preguntan por
imágenes que nos inspiren serenidad, todos acudimos a aquellas retenidas en un
precioso rincón de nuestra memoria, las cuales son siempre impresiones de
atardeceres ya idos en el mar o de húmedos bosques de helechos de una lejana
sierra.
Una técnica de meditación consiste
precisamente en evocar la imagen de un sitio que produzca por sí mismo
serenidad en el alma: un árbol, un cielo lleno de nubes rosáceas, una verde
pradera…
Es curioso que el fondo de pantalla de
muchos móviles u ordenadores es precisamente una imagen de la naturaleza, bien
una instalada de fábrica o bien una extraída por el usuario de sus archivos de
fotos de las vacaciones.
Porque, en el fondo, por mucho que queramos
vivir en las ciudades, no podemos desoír la llamada a vivir en contacto con el
medio natural.
El ritmo acelerado de la vida moderna,
potenciado por una tecnología vertiginosa, nos debe obligar, cada cierto
tiempo, a parar, a quedarnos quietos, a callar y a contemplar con amor,
suspendiendo los sentidos, un cielo lleno de nubes o surcado por una bandada de
pájaros.
Cuanto más vivamos en sintonía con el ritmo
de la naturaleza, más serenos estaremos, y esa serenidad la transmitiremos a
las personas cercanas.
Los mejores recuerdos de mi infancia están
asociados al contacto con la naturaleza: el baño en un pantano en medio del
silencio de los árboles, excursiones por la sierra de Huelva en busca de
plantas aromáticas, paseos con mi abuelo Manuel y mis hermanos en los que
rodeábamos la laguna de El Portil…
En esas vivencias la naturaleza era el marco
ideal para mis ensoñaciones, para mis proyectos, para mis investigaciones
arqueológicas…
Hay que volver a los bosques, y llevar a
ellos a nuestros hijos, para que descubran el ritmo lento y progresivo del
crecimiento de las plantas o los efectos del cambio de una estación a otra.
Durante el año, a nuestro pesar, habremos de
instalarnos temporadas enteras en nuestros bloques de pisos, pero no debemos
olvidar que somos parte de la naturaleza, y que en contacto con ella somos más
nosotros mismos que en otro lugar.
Si, en último término, no podemos durante
mucho tiempo volver a los bosques o al mar, imaginémoslos, meditemos sobre
ellos, contemplémoslos en cuadros, en películas de ficción o documentales, en
libros o en nuestra mente, capaz de evocar sus luces, sus olores, su brisa, su
belleza en suma.
Volvamos a los bosques, si no en persona al
menos con la mente, cada día, para no dejar de ser miembros de esa gran familia
llamada la naturaleza.
El escritor norteamericano Henry David
Thoreau (1817-1862) se trasladó en 1845 a una cabaña construida por él al lado
de la laguna de Walden (en Concord, Massachusetts), donde vivió solo durante 26
meses y donde empezó a escribir Walden, libro en el que refleja sus
vivencias en contacto con la naturaleza. En un hermoso pasaje de dicho libro, uno
de los que les lee el profesor John Keating a sus alumnos de Literatura en la
preciosa película El club de los poetas muertos, Thoreau explica el
motivo por el que decidió irse a vivir allí:
Fui a los bosques porque quería vivir
deliberadamente, enfrentarme sólo a los hechos esenciales de la vida y ver si
podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando
tuviera que morir, que no había vivido.
Volvamos a los bosques, pues.
Por ello escribo y por ello rezo. ¡Resistiremos!
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