A mi amigo Carlos Ambrosio, con todo mi afecto
“Oculta tu vida”. Esa máxima de Epicuro, filósofo
griego del siglo III antes de Cristo, cobra, en estos momentos de confinamiento
por la pandemia de coronavirus (Corona para los amigos), un sentido inusitado desde
hace pocos días, debido a que ahora nos estamos dando cuenta de hasta qué punto
hemos dejado nuestras vidas al descubierto, para regocijo de Mark Zuckerberg (dueño
de WhatsApp, Facebook e Instagram) y demás propietarios de empresas
relacionadas con el uso de nuestros datos (Twitter et cetera).
Todos ellos convierten en beneficios
económicos la adicción a la dopamina que produce en nosotros el estar
continuamente enganchados a sus redes y, curiosamente, todos ellos tienen a sus
hijos en colegios no-tech (sin tecnología), en los que están prohibidas
todas las pantallas.
El artista norteamericano Andy Warhol dijo
en 1968 la siguiente frase, que ha pasado a la posteridad: “En el futuro, todos
serán famosos mundialmente durante quince minutos”.
Pues bien, esa frase se quedó corta, ya que,
debido al auge de las redes sociales, ese cuarto de hora de fama se ha ido
alargando hasta límites insospechados. A tanto llega el paroxismo tecnológico
que muchos han dejado de vivir sus vidas para dedicarse a compartirlas
digitalmente con otros usuarios de las dichosas redes anti-sociales.
El primero, yo, pues soy usuario activo de WhatsApp,
Facebook, Instagram y Twitter. Hablo, pues, de este asunto, como un adicto (hasta
cierto punto moderado) a estas formas de comunicación, sabedor de que si
grandes escritores del pasado tuviesen esta posibilidad, no dudarían en utilizarla:
¿cómo sería el Twitter de Galdós, el Facebook de Cervantes o el Instagram de
Proust?
El resultado de todo este proceso es lógico:
para muchas personas sin vida interior, sin lectura, sin contemplación, su vida
es solo la que envían al espacio digital.
No podemos decir que estas nuevas vías de
comunicación no tengan su utilidad, pero estoy empezando a pensar que, tal como
son usadas por muchos, generan más problemas que beneficios.
Un ejemplo: soy usuario de Twitter porque lo
utilizo para subir información de mi carrera como escritor, por lo que no suelo
hacer comentarios a otros usuarios. Hace unos meses, no obstante, me vi
obligado a responder a una señora que, ante las fotografías de la reina en un
acto militar celebrado en Sevilla, dijo que a Letizia le faltaban diez quilos
más. No pude evitar responder lo siguiente en dos tuits:
-Una pregunta: ¿están hablando ustedes de la
Reina de España o de una tronista de telebasura?
-¿Por
qué ha de ser lo que no es? ¡Qué triste es tener que decir a alguien cómo tiene
que ser y estar continuamente!
Llevo años buceando en esos mares digitales
de las redes sociales y en ellos encuentro lo mejor y lo peor de la condición
humana. Estos días, por ejemplo, lo estamos viendo en la infinitud de mensajes
que recibimos por WhatsApp. En ellos puede aparecer un lacrimógeno y
esperanzador anuncio de hosteleros de Sevilla, en el que aparece un bar en el
que un camarero de los de antes canta sin papel la lista de tapas, o la
desagradable visión de un señor medio en pelota que, desde la intimidad
sacrosanta de su retrete, manda al espacio digital el procedimiento tutorial para
que, en caso de desabastecimiento de papel higiénico, sepamos el resto del
mundo cómo limpiarnos el trasero con cantos rodados de río.
Todo entra y todo cabe en las redes, desde explicaciones
sesudas sobre poesía macarrónica latina hasta vídeos supuestamente graciosos en
que la gente se mete en retos virales absurdos con tal de hacer la gracia y
tener miles de seguidores y miles de likes.
Todo este sinsentido, además, en este país
se ha visto acrecentado por nuestro pecado propio: el orgullo, ya señalado por
José Cadalso, autor del siglo XVIII, en sus Cartas marruecas (1789),
colección de cartas escritas por tres personajes ficticios. En la carta XXXVIII
se refiere Gazel a Ben-Beley a esta cuestión, aseverando que el orgullo aumenta
en proporción inversa a la posición social de los individuos:
Uno de los defectos de la nación
española, según el sentir de los demás europeos, es el orgullo. Si esto es así,
es muy extraña la proporción en que este vicio se nota entre los españoles,
pues crece según disminuye el carácter del sujeto, parecido en algo a lo
que los físicos dicen haber hallado en el descenso de los graves hacia el
centro: tendencia que crece mientras más baja el cuerpo que la contiene. El rey
lava los pies a doce pobres en ciertos días del año, acompañado de sus hijos,
con tanta humildad, que yo, sin entender el sentido religioso de esta
ceremonia, cuando asistí a ella me llené de ternura y prorrumpí en lágrimas.
Los magnates o nobles de primera jerarquía, aunque de cuando en cuando hablan
de sus abuelos, se familiarizan hasta con sus ínfimos criados. Los nobles menos
elevados hablan con más frecuencia de sus conexiones, entronques y enlaces. Los
caballeros de las ciudades ya son algo pesados en punto de nobleza. Antes de
visitar a un forastero o admitirle en sus casas, indagan quién fue su quinto
abuelo, teniendo buen cuidado de no bajar un punto de esta etiqueta, aunque sea
en favor de un magistrado del más alto mérito y ciencia, ni de un militar lleno
de heridas y servicios. Lo más es que, aunque uno y otro forastero tengan un
origen de los más ilustres, siempre se mira como tacha inexcusable el no haber
nacido en la ciudad donde se halla de paso, pues se da por regla general que
nobleza como ella no la hay en todo el reino.
Todo lo dicho es poco en comparación de la
vanidad de un hidalgo de aldea. Este se pasea majestuosamente en la triste
plaza de su pobre lugar, embozado en su mala capa, contemplando el escudo de
armas que cubre la puerta de su casa medio caída, y dando gracias a la
providencia divina de haberle hecho don Fulano de Tal. No se quitará el
sombrero, aunque lo pudiera hacer sin embarazarse; no saludará al forastero que
llega al mesón, aunque sea el general de la provincia o el presidente del
primer tribunal de ella. Lo más que se digna hacer es preguntar si el forastero
es de casa solar conocida al fuero de Castilla, qué escudo es el de sus armas,
y si tiene parientes conocidos en aquellas cercanías.
Pero lo que te ha de pasmar es el grado en
que se halla este vicio en los pobres mendigos. Piden limosna; si se les niega
con alguna aspereza, insultan al mismo a quien poco ha suplicaban. Hay un
proverbio por acá que dice: «El alemán pide limosna cantando, el francés
llorando y el español regañando».
No hemos cambiado mucho en el fondo desde
entonces. Antes éramos ombliguistas y ahora “compartimos” (es un decir)
nuestro ombligo o nuestro trasero, que es mejor porque es mío, con medio mundo.
Como dice mi amigo, el profesor Alberto Torres, en frase conocida por todos sus alumnos: “yo, mí, me,
conmigo”.
Y ahora llega esta crisis para hacernos ver
que hemos estado haciendo el idiota con tanta adoración a las pantallitas y a
los “maquinillos”; que nuestra vida no es necesario compartirla, precisamente
porque es nuestra y de nadie más; que quienes han pescado y siguen pescando beneficios
en esas redes han sido los astutos hombres de mar (de Mark) ya mencionados y,
sobre todo, que no hemos compartido de verdad el lado oscuro de la realidad,
que también existe, el cual tiene mucho más poder que los mundos de Yupi que
hemos fabricado a golpe de clic: ¿cuántas veces, por ejemplo, hemos subido
fotos de nuestras cervezas a las redes y no hemos mirado a los ojos al mendigo
que en ese momento nos pedía ayuda?, ¿cuántas veces hemos mirado hacia otro
lado cuando nos hablaban de las crisis de los refugiados o de las pateras?, ¿cuántas
veces hemos dejado de mirar a los ojos a la persona que teníamos al lado por la
prescindible presencia de una pantalla?
El otro día hablé un buen rato con mi amigo,
gran poeta y fotógrafo, Ramón Simón. Me dijo que, en su camino al trabajo, se encuentra
todos los días con una mujer vagabunda al lado de una estatua de una santa
sevillana. Hasta hace poco tiempo ella podía ir a tomar un café o a asearse a
un bar, pero ahora no tiene esa oportunidad, porque literalmente está tirada en
la calle.
Esta dura experiencia del confinamiento está
sirviendo para que muchos comprendamos, a la fuerza, que hasta ahora hemos ido
por la vida igual que seres unicelulares; que habíamos olvidado que hemos de
mirarnos a los ojos, leer en ellos nuestras íntimas carencias y responder con presteza
a las necesidades afectivas de los seres más cercanos y no de los amigos
virtuales inexistentes.
Hace unos días, como cada tarde a las ocho, me
asomé a una ventana de mi casa para aplaudir a los sanitarios. La vecina de al
lado me habló de un gorrilla que vivía en un coche abandonado de nuestra calle.
Hasta ese momento no me había fijado siquiera en su existencia.
Una vez escribió el teólogo católico alemán Karl
Rahner las siguientes frases:
“El cristiano del siglo XXI o será un
místico o no será nada”.
“El hombre espiritual del futuro o será un
«místico», es decir una persona que ha «experimentado» algo, o no lo será
más”.
Cambiando el sentido de estas frases, bajándolas
a la tierra, me atrevería a decir en general, también para todos los lectores -católicos,
de otras religiones, agnósticos y ateos-, que el hombre del futuro o será humano
o no será nada.
Por ello escribo y por ello rezo. ¡Resistiremos!
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