A mi suegro, el profesor Rogelio Reyes, que
tantas lecciones tiene aún que enseñar a sus queridos alumnos
En la lista de películas relacionadas con la educación que
publiqué ayer en este blog olvidé mencionar una de las que mejor han tratado la
relación de un profesor con sus alumnos en los nuevos tiempos: Profesor Lazhar (Philippe Falardeau, Canadá, 2011).
Está ambientada en un colegio de primaria de Montreal, adonde llega,
como sustituto de una maestra suicida, Bachir Lazhar, un refugiado argelino que
a su vez arrastra consigo el drama de haber tenido que huir de su país en
circunstancias trágicas.
A pesar del ambiente de duelo en la clase, de las dificultades del profesor
para integrarse en la cultura canadiense, de su tragedia personal, de la
presión del entorno docente (padres, colegas o directivos), Lazhar logra el
milagro de conectar perfectamente con sus alumnos para llevar a cabo un
aprendizaje real basado en la lectura y la escritura y también, por encima de
todo, en la humanidad y la cercanía.
En estos días de confinamiento evocamos todas las experiencias
maravillosas que tuvimos fuera de los muros de nuestras casas, pero también
vamos descubriendo los pequeños detalles de humanidad que nos hacen ser mejores.
Y todo porque nos damos cuenta de que olvidamos lo que nos hace humanos: amar.
Olvidamos amar a veces cuando, metidos en el frenesí de las horas,
despachamos a las personas en aras de las cosas o de la prisa del reloj.
Olvidamos amar cuando escribimos estos días un correo electrónico y ni
siquiera añadimos un encabezamiento de ánimo (“Buenos días, espero que todo te
vaya bien”) o un final generoso (“Cuídate mucho”).
Olvidamos amar cuando nos dejamos llevar por la desazón o el odio y
gritamos a quien tenemos al lado, que suele ser quien más nos quiere.
Olvidamos amar cuando exigimos a otro con palabras imperativas
respuestas que apenas le salen de los labios o de la pluma, callados ante el
silencio de estos días sin huella.
Hemos olvidado tantas veces amar en el pasado que ahora no nos costaría
nada seguir haciéndolo.
En la educación, por ejemplo, hemos asistido en las últimas décadas a un
deterioro cada vez más generalizado de la convivencia en los centros, tanto
públicos como concertados o privados.
La palabra del profesor ha sido minusvalorada en los últimos
tiempos por la presencia de unas pizarras digitales sin apenas mantenimiento; por grupos de
WhatsApp en que algunos padres lanzan al aire invectivas contra la labor docente sin
saber realmente qué criticar de los profesores; por una prisa y una pulsión desmedidas
por las notas y no por lo aprendido; por numerosos alumnos que
apenas valoran la autoridad del docente y su entrega amorosa y decidida a
ellos; por un ruido omnipresente en las clases que ahoga toda posibilidad de
intercambio real y humano.
Todos los profesores, yo el primero, nos equivocamos (afortunadamente, por que si no, no seríamos humanos), y lo hacemos igual que todo el mundo. Por eso, igual que todo el mundo, tenemos derecho al perdón y a la redención.
Todos los profesores, yo el primero, nos equivocamos (afortunadamente, por que si no, no seríamos humanos), y lo hacemos igual que todo el mundo. Por eso, igual que todo el mundo, tenemos derecho al perdón y a la redención.
En las aulas de todo el país, ahora vacías, aún retumba todo ese ruido,
todo ese estrépito, toda esa maledicencia. Cuando volvamos a ellas, hagamos el
favor entre todos de volver a valorar el trabajo vocacional y amoroso de los
maestros y profesores.
Cuando Albert Camus ganó el premio Nobel de Literatura, escribió esta
conmovedora carta a su maestro de primaria:
Que un ejemplo de humanidad como este ilumine nuestros pasos por los
pasillos de los centros educativos cuando, al fin, puedan abrir sus puertas de
nuevo.
Por ello escribo y por ello rezo. ¡Resistiremos!
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