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EL RARO LECTOR BÉTICO








   ¡Oh maravilla,
Sevilla sin sevillanos,
la gran Sevilla!...

Antonio Machado: Cancionero apócrifo.


A todas las almas en soledad

        ERA un raro. La señal más evidente de su rareza, aunque él intentaba esconderla bajo una falsa sonrisa que le daba a su rostro un aspecto cómico, era que odiaba a la gente. Sí, después de haberle dado vueltas una y otra vez a los pensamientos en la centrifugadora de su mente, había llegado con los años a aquella terrible conclusión.
        Odiaba a los demás hasta límites psicóticos, pero en abstracto y casi sin proponérselo. La gente era para una persona como él (un recluido y solitario que vivía desde hacía años del teletrabajo) un conjunto de proyecciones del mal, imágenes virtuales de daño y malicia que se empeñaban una y otra vez en molestar su soledad voluntaria.
        Su imperturbabilidad era otra de sus rarezas. Fruto de  su soledad era su incapacidad de padecer o sentir, agudizada por una fuerte medicación antisicótica recetada por su psiquiatra sevillista, al que por supuesto odiaba, y, en los últimos años, por una entrega sin tiempo a la meditación zen.
        Como buen bético que era, disfrutaba con la belleza de las subidas por la banda de su querido Joaquín, pero siempre a distancia, en la soledad y la comodidad de su salón lleno de libros, gracias a la televisión de pago que tanto le costaba pagar. Su exmujer, aquella hermosa trianera de ojos verdes, le había metido en las venas el amor por el Real Betis Balompié y ya nada del mundo podría arrancárselo del alma.
        Sin embargo, solo había pisado el estadio alguna que otra vez, y siempre lo había hecho invitado por algún amigo. Lo curioso era que, en las pocas ocasiones que había ido al fútbol, el Betis había terminado ganando -como siempre sufriendo- aquellos partidos, en medio del regocijo de sus acompañantes, quienes lo encumbraron a él como talismán a pesar de su aversión a rozarse con los otros.
Odiaba a la gente y, por supuesto, verse dentro de una multitud era una situación que lo desbordaba hasta límites enfermizos. Además, toda la ritualidad de la masa (sus himnos, sus cánticos soeces, sus insultos al árbitro, su devoración de cantidades industriales de pipas de girasol tostadas que eran arrojadas al suelo...) lo terminaban abrumando a él, un esteta que adoraba la belleza del fútbol pero sin gente a su alrededor.
        Le pasaba lo mismo con la feria de abril y con los toros.
        De la feria amaba la hermosura del paseo de coches, la luminosidad de las mañanas de primavera en el real, los colores de los trajes de gitana, los movimientos alegres del baile de sevillanas, el brillo del sol en los catavinos, el buen cante por derecho, la belleza de los ojos de las muchachas..., pero todo eso a distancia, gracias a las cadenas de televisión locales que le plantaban en el salón de su casa todas aquellas raciones digitales de tortillas de patata y filetes de lomo, toda aquella alegría que, en la distancia, a él llegaba a parecerle real.
        A pesar de que eran solo imágenes de la realidad, meros reflejos de otra mucho más auténtica y poderosa, aunque bullanguera y frenética, él prefería que las ondas hercianas pusieran una distancia higiénica entre él y la gente.
        Sabía que él era gente también, pero al menos era gente conocida. Los demás lo aturdían demasiado, lo cual, con el paso del tiempo, lo fue convirtiendo en un misántropo. Se hizo de una coraza de hierro para el corazón que impedía la salida de cualquier lágrima de sus ojos.
Aquella sumersión en la soledad se vio favorecida por el hecho de que se separó de su mujer o, mejor dicho, por el hecho de que un día decidió abandonar a ella y a su hijo pequeño (Fernandito) y no volver más. Era algo de lo que nunca hablaba, entre otras cosas porque, después de aquello, su círculo de amigos se fue reduciendo de forma alarmante.
Otra de sus pasiones era la tauromaquia, pero la misma náusea que le provocaba ir al estadio Benito Villamarín la había llegado a tener también cuando había ido a la plaza de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla. La belleza de aquel precioso monumento, la de la gente arreglada en el ritual de cada tarde, la de los vencejos (que daban vueltas al coso midiendo con sus alas -manecillas de reloj- el arte), la de los lances de la lidia..., todos aquellos fragmentos de belleza de un cristal caído y hecho añicos en el albero se veían ensuciados por la gente (siempre la gente), que llegaba tarde a sus localidades con vulgares macetas de cerveza, gritando improperios sin saber lo que decía, trastornados por un almuerzo copioso y una sobremesa eterna de largos tragos de alcohol sin medida al sol de la tarde que se iba.
Por todo ello, a pesar de la belleza innata de todos esos espectáculos, que amaba en el fondo de su corazón, prefería verlos en la tranquilidad de su hogar, lejos de la bulla, aunque fuese en diferido, tras la fría pantalla del televisor.
        Amaba, por encima de todas las cosas, los libros. En ellos encontraba unos verdaderos amigos, quizás los mejores que había tenido siempre. Su trabajo telemático no le reportaba una nómina enjundiosa pero, como apenas salía de casa a juntarse con gente en almuerzos y cenas que podían costarle mucho dinero, había podido reunir una biblioteca de novelas más que digna.
        Como don Quijote, llegó a creerse, a base de sentadas y sentadas de lectura insomne, que toda aquella máquina de invenciones novelescas era más real que todas las sandeces de los periódicos y que todas las tonterías de la gente con la que inevitablemente tenía que cruzarse a diario, aunque con los años procuraba ir saliendo menos de casa y dedicarse a la enfermedad de la lectura.
        Incluso llegó en su aspecto físico a dejarse ir: una barba de hidalgo escuálido acentuaba la palidez de su rostro de sillón orejero, el chándal del Betis se convirtió en la única prenda de su reclusión, las pelusas empezaron a armar sus ejércitos detrás de las puertas...
Una vez al mes tenía que aparecer en una videoconferencia con sus jefes de sección. El día anterior, se aseaba pulcra y detenidamente, con un esmero impropio de su dejadez del resto del tiempo. Sus superiores veían en las pantallas la pulcritud de su rostro lavado y bien peinado, así como la brillantez de su corbata del trabajo y la pared llena de libros que tenía detrás, pero no podían vislumbrar que, debajo de la chaqueta, sus piernas estaban cubiertas por su pantalón de chándal con pelotillas y tampoco que, movidas por el aire de la ventana abierta, las pelusas jugaban al lado de sus pantuflas la final de un campeonato.
Y llegó el confinamiento del coronavirus. Al principio, no le costó nada hacerse a la situación: la soledad, el ejercicio diario, la lectura, la escritura de un diario, la rutina estricta, las teleconferencias..., todo aquello formaba parte de su vida desde hacía muchos años, por lo que no tuvo que cambiar radicalmente de forma de vivir. Simplemente añadió algunos pedidos de delicatessen al supermercado digital para darse algún que otro homenaje que atenuase su habitual indiferencia ante los sucesos del mundo.
Sin embargo, a pesar de que su sótano estaba lleno de comida en previsión de un supuesto apocalipsis nuclear que siempre rondaba su tiovivo interior; a pesar de que (siguiendo un algoritmo de creación de pedidos inventado años atrás por su mente de informático) tenía organizados desde hacía tiempo los encargos semanales al supermercado virtual hasta dos años más tarde; a pesar de su soledad buscada y querida, empezó a echar de menos a la gente.
Se acordaba de pronto de gente de la que se había olvidado completamente y a la que le gustaría volver a ver, aunque fuese solo durante un breve espacio de tiempo.
Empezó a añorar justamente lo que antes había odiado: la vaharada de la masa comedora de pipas en el estadio verdiblanco, los ruidos de la calle del Infierno de la feria de abril, los gritos de los trastornados por el sol y el güisqui en la Maestranza.
Habituado desde décadas al silencio, el de la confinación por la pandemia tenía matices extraños, lúgubres, apocalípticos, y no le gustaba en absoluto.
En aquel silencio de ecos sombríos no podía concentrarse para leer como siempre había hecho hasta entonces.
En la radio hablaban de que la liga de fútbol de primera división debía terminarse de alguna forma, aunque fuese sin público. Él querría ser uno de los pocos elegidos que pudiesen ver en vivo alguno de los últimos partidos de aquel campeonato del año de la peste.
Un día, pasados dos meses de la cuarentena y después de haberlo pensado mucho, quiso recurrir al suicidio como salida más adecuada a su psicopatía. Pensó dejar este mundo en la fecha señalada del Día del Libro, porque pensó que con ello se acordaría al morir de los verdaderos amigos que siempre lo habían acompañado.
Esa tarde vio ponerse el sol tras un manto de nubes que presagiaban lluvia. Lo había previsto todo, como buen calculador: la dosis exacta de inyección letal, la carta de despedida a su exmujer, los últimos minutos de conciencia abandonados a la lectura...
Sin embargo, se le olvidaron dos detalles: el primero, la parte emocional que todos llevamos dentro y que sale fuera cuando menos lo esperamos. En su caso, antes de inyectarse el veneno, miró por última vez las estanterías llenas de libros y se dio cuenta, por primera vez en su vida, de que no eran libros sino personas: todo libro era una persona que lo había imaginado, que lo había escrito, imprimido, encuadernado, editado, ilustrado, registrado, subrayado, vendido y vuelto a vender, colocado en los estantes de las bibliotecas y librerías (públicas y privadas)... que lo había leído y guardado en el nivel de los recuerdos más gratos, personas leyendo a otras personas, voces de ida y vuelta.
Entonces, mientras la aguja penetraba sin que él se diera cuenta en la piel del brazo, vio cómo Conan Doyle y Cervantes hablaban entre ellos, cada uno quejándose de los defectos de sus hijos, de Sherlock Holmes y del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.
Conan Doyle le contaba a Cervantes que su hijo, el detective privado, tenía nulos conocimientos de Literatura, Filosofía y Astronomía. El manco de Lepanto le replicó al inglés que el hidalgo Quijano tenía buena condición y amplia sabiduría, pero que en lo tocante a libros de verdadera Historia tenía más lagunas que las de Ruidera.
Sintió entonces que una biblioteca era algo parecido a un estadio de fútbol, a una plaza de toros o a un real de feria, porque en ella los escritores, los personajes y hasta los libros conversaban entre ellos, en una reunión multitudinaria de voces hechas de tinta tras las que solo había personas que buscaban a otras personas.
El segundo error fue que había olvidado que ese día le iban a llevar a casa un pedido de jamón, pescaíto frito, gambas y manzanilla de Sanlúcar, porque -a pesar del confinamiento- era el sábado del alumbrao de la feria (inexistente) de Sevilla.
Tanto se asustó del timbre del portero electrónico que se inyectó sin querer y a su pesar, pues ya se había dejado llevar por las trampas de la melancolía, parte de la dosis. Inmediatamente arrojó a la basura la jeringa.
Llamaron a la puerta. El repartidor, vestido con la camiseta del Betis, tenía unos ojos verdes inconfundibles.
-¿Fernando?
-¿Eres tú, papá?
Hacia el sur, más allá de la avenida de la Palmera, creyó oír un gol, el que Joaquín le marcaba a la eternidad.





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