A Irene, María Luisa
y Rafa,
con quienes cada
tarde aplaudimos a los sanitarios
Si hay un tema
por excelencia en la literatura contemporánea es el del azar. Es, por ejemplo,
el tema de muchísimos microrrelatos actuales y el de las narraciones de Paul Auster.
El azar
condiciona nuestros pasos por la vida, en uno u otro sentido. De sus caprichos
(el autobús que cogimos o no pudimos coger, la butaca en el cine al lado de un
roncador o de una bella damisela, el vecino de bloque que es batería de grupo
de rocanrol o meditador...) depende en gran medida nuestra estabilidad
emocional en momentos concretos de nuestro pasar por los días.
Sin embargo,
estos días sin huella, sin forma, el azar parece haberse diluido junto con el
tiempo, pues queda reducido a pequeñas colisiones sin importancia en los
pasillos o las estancias con gente sobradamente conocida.
Es difícil
para un novelista poder hablar de encuentros fortuitos en sus papeles en una
circunstancia como esta, en la que el azar ha desaparecido prácticamente del horizonte.
La rutina de
cada día adquiere de golpe un peso enorme. La belleza, el misterio, la
sugerencia del azar en los viajes, en las calles, en el conocimiento de nuevas
personas quedan reducidos a un horario, impuesto por las circunstancias, en el
que no hay hueco para los caprichos de la diosa Fortuna.
De todas las
rutinas del día, me quedo con el aplauso en los balcones con los vecinos. Es
una forma de sentirnos vivos y de saber que los demás también tienen esa
sensación.
En ese aplauso
colectivo, destinado a los sanitarios, que se dejan la piel cada día en atender
a los enfermos de esta pandemia, ponemos nuestros corazones en las manos, para
lanzar al aire de la tarde de primavera nuestros deseos, hechos de palmas a
compás, de que pronto acabe la pestilencia.
El aplauso comunitario
es una especie de plegaria al cielo para que tenga piedad de nosotros, pero
también es una manifestación colectiva de la buena vecindad.
Enfrente de
nuestro bloque hay otro, al que cada día salen a aplaudir varias familias. A una
de ellas, formada por una pareja y dos niños pequeños, la saludamos todas las
tardes. Es una forma de decir “Estamos todos unidos. También sufrimos como
vosotros esta plaga. Venceremos”. Es curioso lo que un aplauso general puede
simbolizar.
Cuando
habíamos creado una sociedad de seres unicelulares que apenas miraba a la cara
a los vecinos e incluso los evitaba, de pronto el coronavirus vuelve a recordarnos, por una vía
trágica, la necesidad de tener buenas relaciones con el prójimo.
En la lengua
hay siempre dos principios contrarios: la lexicalización (por el que las palabras
se cargan de significado) y la gramaticalización (por el que las palabras
pierden su significado). Son fenómenos contrarios que están en permanente
reajuste.
Por ejemplo,
si decimos a alguien “Buenos días” y lo decimos únicamente como saludo ritual
de cada día, estamos gramaticalizando la expresión. Si, por el contrario,
quiero desearle a la persona “que tenga un buen día”, que es el significado
original de la expresión, quizás tenga que emplear otras fórmulas: “Buen día” (en
singular) o “[Deseo] [que] tenga [usted] un buen día”.
Estos días, muchas
palabras han vuelto a lexicalizarse, a adquirir su sentido primigenio, todo en
aras de una mejor convivencia con nuestros vecinos, que sufren como nosotros
esta epidemia y cuyas angustias son ni más ni menos que las nuestras.
Que esta
lexicalización del saludo y de las buenas relaciones de vecindad siga más allá del final de esta crisis.
Por ello
escribo y rezo. ¡Resistiremos!
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