Recuerdo
a veces con todo tipo de detalles, y a pesar del tiempo transcurrido, su voz,
su mirada, sus gestos..., y creo entonces que aún la quiero con la misma
intensidad que en aquellos días dorados en que yo cursaba el tercer año de bachillerato
en mi pueblo, hace ya una eternidad.
A
pesar del tiempo transcurrido, de vez en cuando, en los instantes anteriores al
sueño o en los previos al despertar, me viene el recuerdo de sus deliciosas mejillas
coloradas en los fríos días de invierno o el de su melosa y musical voz, que
recitaba el Arte de amar de Ovidio al tiempo que iluminaba mi alma de
escolar, aún desconocedora de las trampas de la vida, apenas esbozadas en los
libros juveniles que devoraba con fruición.
Incluso
creo recordar, o más bien imaginar, su perfume, quizás una fresca agua de
colonia que inundaba el aula en cuanto ella aparecía.
Tenía
un rostro angelical de blancas mejillas, labios carnosos y sonrosados y unos
ojos que llenaban todo con su luz. Su cara recordaba la de un pan tierno digno
de ser comido despaciosamente, como el rostro de una madre para su hijo pequeño.
Vestía de forma modesta, nada despampanante. Su secreto estaba en sus ojos y en
la pasión con que nos traducía a los grandes autores grecolatinos.
Continuamente
hablábamos en los recreos de ella. Mis amigos la veían como un objeto de deseo
más, un objetivo más de los muchos que imaginábamos en aquella época de
despertar al deseo. Ellos alardeaban de cómo serían sus encuentros amorosos con
ella, de cómo la aliviarían de su soledad.
Sin
embargo, yo la amaba. Incluso se burlaron de mí porque un domingo me encontré
con ella en un paseo y la acompañé hasta su casa.
Por
ella sentía una verdadera fascinación. Ella era la encarnación de todo lo
maravilloso que representa la figura mágica del profesor, de la persona que
sabe y nos hace partícipes a todos de sus secretos: filosofía, literatura,
latín, griego...
Quizás
gracias a ella, andando el tiempo, me convertí en profesor.
Para
mí aquella mujer representaba en sí misma la educación, la cultura.
Tendría
unos cuarenta años y, hasta donde yo sabía, era soltera. Entre semana vivía en un
piso de alquiler en el pueblo. Todos los domingos llegaba de la capital de
provincia en el último autobús para recorrer las solitarias y frías calles y
encerrarse en una casa que yo imaginaba fría y desangelada. A veces, mientras
en casa hacía yo los deberes de Latín, la imaginaba allí sentada, corrigiendo o
preparando clases o exámenes, volcada en su oficio con una dedicación casi
monjil.
Helena
nos hablaba de Ovidio, de Tácito, de Suetonio, de Plauto, de Aristóteles, de Platón,
de Esquilo, de Sófocles, de Eurípides, de Cicerón... De aquella época
maravillosa conservo ediciones de algunos de estos autores, pero lo que más
recuerdo son los ojos y la voz por la que salían las palabras de aquellos
viejos autores, que calaban muy hondo en nuestras mentes de adolescentes
cargados de hormonas. Ella, con su experiencia, sabía aplacarnos las ansias
simplemente con su palabra.
Recuerdo
que tenía muchas tablas en el oficio, lo cual le permitía lidiar con alumnos
díscolos que querían distraerla, y también recuerdo que terminaba imponiéndose
con las armas terribles de su bondad y de su amor a la enseñanza.
No
sé si, pasado un tiempo, alguno de mis alumnos tendrá de mí un recuerdo tan vívido
como el que yo conservo de mi profesora de Latín.
Por
entonces los alumnos teníamos una especie de amor-odio hacia el instituto: odio
hacia aquellas paredes en que encerrábamos nuestra juventud en vez de emplearla
en perseguir ideales dorados por los campos infinitos y amor porque sabíamos -intuíamos
más bien- que los días pasados allí no eran tiempo perdido, sino la siembra de
una cosecha que daría sus frutos más adelante.
Uno
de mis compañeros, buen amigo mío, era mi compañero de correrías por entonces.
Explorábamos los alrededores del pueblo en busca de emociones novedosas, de
tesoros perdidos. En una de aquellas descubiertas, encontramos una oficina
abandonada. Sin mucha dificultad pudimos entrar por una ventana. De pronto
estábamos en mitad de una habitación con el suelo totalmente cubierto de
papeles de todo tipo. Seguramente otros visitantes anteriores habrían estado
buscando algo que vender. A nosotros simplemente nos movía la curiosidad.
Nos
llamó la atención una fotografía, la de una lápida romana, probablemente
encontrada en los alrededores y catalogada años atrás.
Al
día siguiente, se la enseñamos a Helena como un trofeo de guerra, pero ella nos
preguntó intrigada de dónde la habíamos sacado, como sospechando algo de nuestro
allanamiento. Nos tradujo las palabras de la lápida sin mucho entusiasmo,
quizás sabedora -por nuestras vacilaciones- que habíamos cruzado una fina línea.
Aún
recuerdo, como si fuera ayer, que yo iba los domingos a un puesto de
observación cercano a la parada del autobús para espiar su llegada al pueblo.
Allí llegaba ella con sus declinaciones, con sus lecturas de Platón y Aristóteles,
con su soledad, con su tierna belleza que empezaba a ajarse. Un día me atreví a
hacerme el encontradizo y me ofrecí a llevarle a casa su maleta llena de ropa y
de libros.
Al
día siguiente fui el hazmerreír del instituto. “Pelota” fue lo más bonito que
me dijeron.
Con
estas palabras pretendo hacer vivir de nuevo los bellos sentimientos que
inspiró en mi candor aquella hermosa profesora de la que anduve enamorado hace
ya tanto tiempo.
Pasó el
tiempo. Terminé el bachillerato en mi pueblo y me fui a la capital a estudiar
la carrera. Después vinieron las oposiciones y mi plaza de profesor, que en gran
parte debo a las enseñanzas de Helena, mi profesora de Latín.
No supe nada
de ella durante años. Un día me la encontré, ya jubilada y aún soltera, por la
calle. La invité a un café. Hablamos de los nuevos tiempos en educación. Me
confesó que se había jubilado harta de que se hubiese perdido la importancia
del respeto al profesor.
También
hablamos de los viejos tiempos del instituto de mi pueblo. Ella me confesó algo
que me asombró: “Estuve enamorada entonces de tu juventud y de tu entusiasmo”.
Esa confesión
fue un inesperado regalo para mí. De alguna forma cerraba un ciclo, el del amor
nunca consumado, el del amor platónico de la imagen ideal del otro, hecha a nuestro
gusto.
“¿Puedo darle
un beso?”, le dije. Ella, azorada, contestó que sí. En un momento mágico que
nunca olvidaré, le di un casto beso en una de sus mejillas sonrosadas. Tuve la
sensación de que besaba un alma gemela.
No volví a
verla. Hace poco supe, por un viejo compañero de pupitre, que ella había
muerto.
Escribo estos
recuerdos para hacerla vivir de nuevo, para recordar el amor platónico más
tierno, más noble que nunca tuve hacia otra persona.
Helena
la de Troya nunca tuvo un servidor tan fiel.
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