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CANCIONES PARA DESPUÉS DE UNA PANDEMIA

 


 

      Recuerdo que, cuando era yo pequeñito (más pequeñito que ahora), me gustaba oír cantar a mi madre, quien, con su maravillosa voz, iba llenando el aire de los cuartos por donde iba pasando en el ir y venir de la faena diaria.

      Creo que, de tanto oír aquellas viejas canciones que ella entonaba, me viene un gusto por cantar, silbar y oír música en cualquier momento que se precie.

  No tengo precisamente ahora muchas oportunidades de cantar, prácticamente reducidas al ratito de la gratificante ducha diaria.

      Hace unos días me dio por pensar todo esto el descubrimiento, en un expurgo que hice en la biblioteca de mi instituto, de un librito de 1964 titulado Cancionero infantil.

      Hojeando aquellas páginas de viejas canciones que cantaban los niños de antes (hoy abuelos), me dio por pensar también que se está perdiendo irremediablemente un tesoro: el del fondo musical que se transmitía oralmente de padres a hijos hasta la llegada de la revolución digital.

      Rápidamente se está produciendo la sustitución de ese fondo analógico musical (canciones de cuna, cantos escolares, oraciones, villancicos, romances, coplas de Semana Santa, de primavera, de burlas, de quintos, de amores, de relatos rimados, de animales, de corro, trabalenguas, adivinanzas, copla española, zarzuelas, tangos, cuplés de carnaval... ) por extensos repositorios digitales de música -como iTunes, Spotify o YouTube- que rompen la transmisión oral de esas viejas canciones populares.

La música ya no pasa de padres a hijos.

Curiosamente, se rompe la cadena de transmisión en una época en la que se ha producido un acceso universal a la música como en ninguna otra época del pasado.

La música popular está dejando de ser colectiva y anónima para convertirse en una experiencia unipersonal (dirigida a dispositivos con auriculares aislantes para seres diferenciados) y con sello de autor que hay que pagar (vídeo oficial Vevo incluido).

Estos cambios tan drásticos hacen que la música sea vista por las nuevas generaciones como una expresión artística prefabricada, industrial y perfectamente desechable, pues, igual que los pañuelos de papel, muchos éxitos comerciales (pensemos, por ejemplo, en el reguetón) son de usar y tirar, con lo que apenas dejan huella en la memoria de jóvenes para los que la música es solo una más de las miles de prestaciones de sus móviles.

Se ha impuesto por ello la idea de que, si a alguien le gusta cantar o componer música, tiene que subir vídeos a las plataformas o apuntarse a concursos de televisión en los que mostrar sus habilidades canoras.

Pero el arte, cuando es convertido en un producto televisivo o digital marcado por una feroz competencia, pierde su secreta esencia, su capacidad de seducción, marcada por el solo hecho de ser arte, sin ninguna otra pretensión.

Y hay algo más: como la globalización nos hace perder los matices propios de cada lugar, la música que triunfa lo hace ahora en todas partes, igual en Noruega que en Argentina. Con ello, la corriente principal (mainstream) desecha las canciones que no entran en los grandes circuitos de producción musical.

Parte de esas canciones de los márgenes hasta ahora habían sido cantadas en las casas de una generación a otra, en un ciclo que ahora ha quedado interrumpido.

Hace años tuve la oportunidad de hablar con unos italianos que vinieron a la feria de Sevilla. Uno de ellos me comentaba que le había maravillado, entre todo aquel despliegue de luces, colores y formas, el fondo musical de sevillanas que sonaba en las casetas. Me dijo que pensaba que era un espectáculo musical único en Europa y que debíamos estar orgullosos de él para poder conservarlo en condiciones.

No obstante, no supo ver que la mayor parte de aquellas sevillanas sonaban enlatadas, en un bucle infinito, en los equipos de sonido de cada caseta, a cuál más atronador.

Hace una semana asistí por videoconferencia, en unas jornadas de formación docente, a una ponencia de la profesora Rosario Moreno, de la universidad Pablo de Olavide, sobre relecturas y reescrituras de los textos clásicos grecolatinos. La profesora dijo que, probablemente, para cerrar el círculo tecnológico, dentro de unos años la corriente principal será volver al libro en papel.

Quizás también, dentro de unos años, después de esta pandemia, la gente volverá a cantar y a silbar por la calle, sin miedo al ridículo.

Como los pájaros que ahora cantan a mi vera, dando círculos a escasos metros de mi ventana, mientras escribo (o más bien dejo de escribir) estas líneas.

Porque quien canta su mal espanta.

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