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EL BIBLIOTECARIO DEL FIN DEL MUNDO (CUENTO)

 

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    Los libros eran solo un receptáculo donde guardábamos algo que temíamos olvidar. No hay nada de mágico en ellos, de ningún modo. La magia reside solamente en aquello que los libros dicen; en cómo cosen los harapos del universo para darnos una nueva vestidura.

 

       Ray Bradbury: Fahrenheit 451 (1953).

 

 

     Sé que está allí. Voy a por él.

     Cuenta una vieja profecía que, en la hora del fin, ha de haber al menos un hombre de libros con el que acabar.

     En las ciudades ya no lee nadie. ¿Quiere usted saber las causas? En realidad ya las sabe: la prisa, la atomización del tiempo, la urgencia de la actualidad...

     Dicen que ni los maestros y profesores leen en estos tiempos finales del mundo. ¿Quiere usted creerlo? Ni los que deberían enseñar a los chavales las grandes obras... Todo es ruina. Pero, ¿qué puede esperarse de una generación de robots programada por robots?

     Voy a por él. Es el último eslabón de la cadena de la milenaria raza de las tribus contadoras de historias. Antes de que caiga por fin el gran objeto que viene de arriba y nos mande al infierno, debo encontrarme con él.

     Me he ido informando sobre sus hábitos. Sé algo de su vida...

 

 

     Vive a la sombra de un gran monte. Su casa, un antiguo refugio de pastores de montaña, fue agrandada en varias ocasiones para albergar un secreto.

     En el exterior no hay ningún signo visible que haga pensar lo que hay dentro, pero tengo mis informantes: me han dicho que todas las paredes están forradas hasta arriba por estantes llenos de libros, de ejemplares, anteriores a la revolución digital, que son ya inencontrables en los escasos puestos clandestinos de venta que el Gran Gobierno Global aún permite -en una concesión graciable que ha de durar poco tiempo, pues el objeto extraterrestre impactará en pocos días-.

     Ese refugio es prácticamente el último reducto de un largo hilo de infinitas voces que se han ido enhebrando a lo largo de los siglos, atravesando las fronteras del espacio, las lenguas y el tiempo.

     En una tradición mantenida desde época inmemorial, el nuevo bibliotecario siempre ha competido dialécticamente con el que ocupaba el puesto para alcanzar la plaza de este último.

     Los bibliotecarios que mantenían la llama del saber a la sombra de la montaña tenían, en esa competición, la ventaja de haber podido consultar, en la espera de la pelea, cualquiera de los miles de ejemplares de la casa.

     Los que venían a reemplazarlos, por el contrario, acudían con escasas lecturas en su haber y (eso sí) con la experiencia de los conflictos de los parques y de las plazas, así como con el conocimiento de las series y películas que habían visto en televisión.

     La lucha había sido desigual, por tanto, y durante muchos años se mantuvieron en sus puestos los bibliotecarios oficiales hasta que el peso de los años les hizo doblar las rodillas en beneficio de los aspirantes.

     Estos, debido a la interfaz de la última generación de robots docentes, venían cada vez peor preparados, pero su desparpajo se imponía al desánimo de los solitarios bibliotecarios eruditos, cada vez más enclaustrados en aquella jaula de cristal, en aquella torre de marfil del saber sin fruto.

     Voy a por él.

 

 

     Cuenta una vieja leyenda, que he leído en uno de los miles de libros que custodio, que la lucha final ha de ser entre un bibliotecario humano y un robot asesino que ha de intentar matarlo para después quemar hasta los cimientos el edificio.

     Hace años que decidí dedicarme a este viejo oficio, que conseguí gracias a mi dificultosa victoria sobre el anterior bibliotecario.

     He sabido que alguien me busca. Le ha preguntado a los pájaros que revolotean alrededor de la casa y a los ciervos que buscan los mejores pastos cerca del arroyo de abajo. Le ha preguntado al viento, que hace vibrar las matas de hierbas de la entrada. No sé si podré guardar fuerzas para vencerlo. Mi mente empieza a jugarme malas pasadas.

     Desconozco también si será humano o robot. He leído que solo hay un método más o menos fiable de saberlo: el olor.

     Si es humano, el sudor del esfuerzo de haber subido hasta aquí le dará un terrible olor característico, inconfundible. Vendrá a por mi plaza entonces. Quizás podamos charlar después del combate. Antes de irme definitivamente, puede que hasta nos riamos confiadamente. Las últimas risas antes del fin.

     Si es robot, irremediablemente olerá a un sutil perfume de laboratorio. Y, en ese caso, he de saber que vendrá a matarme. No puede quedar un hombre vivo antes del impacto, según una profecía generada por algoritmo en las mentes de esos odiosos seres. Pero no voy a ponérselo fácil.

     Tengo miedo...

    

 

      Al fin llego a la puerta. Llamo. Estoy sudada. Vengo a por ti.

     -¿Quieres acabar conmigo?

 

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