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LA ESCRITURA DEL OMBLIGO



 

Lo habrá usted notado ya, querido lector, desde hace tiempo: si hay una nota dominante en la literatura global de las últimas décadas es la presencia del yo, de la voz del que habla, además de lo fragmentario de los textos.

     A ese fenómeno se le ha dado varios nombres: metaliteratura, metaficción, autoficción, no ficción...

     En realidad, da igual el nombre con el que nos refiramos a esta tendencia que ha sido seguida desde todos los países conocidos (obviando los desconocidos).

     En España, uno de los autores que con más intensidad sigue esta línea es Enrique Vila-Matas, un interesante escritor que, más que por su manera de narrar, destaca por su forma de conversar por escrito.

     Sus novelas abundan en repeticiones, en vueltas y vueltas sobre el yo del escritor (sus manías, sus obsesiones, sus temas, sus búsquedas...). Sin embargo, sus reiteraciones no resultan cansinas o aburridas. Antes al contrario, llegan a ser divertidas (como cuando insiste una y otra vez en que el yo ficticio o real se parece a alguien famoso: en El viaje vertical, insiste en ser un sosias del actor George Sanders; en París no acaba nunca, de Ernest Hemingway).

     Me recuerda mucho su manera de escribir, salvando las lógicas distancias, al estilo reflexivo del llorado Paco Umbral.

Umbral es, por desgracia, recordado por su frase famosa en aquel programa de televisión: “¡Yo he venido aquí a hablar de mi libro!”. Sin embargo, muchos desconocen su potente voz de escritor, presente en un libro fundamental como Mortal y rosa.

     Hay quien señala que el acta de defunción de la autoficción lo firmó hace poco el escritor francés Emmanuel Carrère, recientemente galardonado con el premio Princesa de Asturias de las Letras de este año, en su libro Yoga.

     De él he leído una sola novela, El reino. En ella, Carrère, desde una postura agnóstica, se reencuentra con unos viejos papeles escritos por él en su juventud, cuando era un católico convencido, para -a través de ellos- entablar un diálogo consigo mismo, con su yo anterior.

Ese diálogo, sustentado sobre una interesante indagación acerca de los textos de los primeros evangelistas, es una reflexión sobre la fe y el descreimiento.

     Quizás los narradores hayan llegado a un cansancio del yo, pero no hay duda de que la tendencia ombliguista va a continuar en los próximos años.

     Sin embargo, no podemos aventurar cuáles serán las tendencias posteriores a esta pandemia.

     Sin duda, continuarán escribiéndose narraciones clásicas como las de siempre, novelas-río en las que apenas habrá grandes innovaciones narrativas.

     Por supuesto, seguirá habiendo experimentación. La hemos visto incluso en autores consagrados con la etiqueta de narradores clásicos. Es el caso de Antonio Muñoz Molina y su sorprendente libro de divagaciones Un andar solitario entre la gente.

     En una entrevista de 1999 publicada en YouTube, Roberto Bolaño señalaba una lista de los escritores que habían marcado en su momento o estaban entonces marcando las líneas futuras de la literatura: Juan Villoro, Rodrigo Rey Rosa, César Aira, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Georges Perec, Antonio Di Benedetto, Ezra Pound, Octavio Paz, Enrique Lihn...

     Bolaño se refería seguramente a algo ya muy antiguo, pues en literatura el fondo no deja de ser una forma, y las formas hace siglos que están inventadas. Se refería -decía- a la literatura lúdica, fragmentaria, inquisitiva, deslavazada, divagadora, breve, paródica, polifónica... Pero, ¿no podríamos aplicar todos estos adjetivos al libro que más veces he leído (yo) en mi vida, al Lazarillo de Tormes?

     La profesora Paqui Noguerol, en unas recientes jornadas telemáticas para docentes organizadas por el CEP de Sevilla, señalaba una línea de narradores actuales (Marta Sanz, Belén Gopegui, Isaac Rosa, Raquel Reyes...) que huyen de la escritura del yo, del onanismo estético.

Dicho ombliguismo le impide al escritor, debido a la búsqueda obsesiva de lo singular que encuentra en su propia experiencia vital, atender a los destinos ordinarios (el del carnicero o el de la cajera del supermercado).

     Es difícil escribir sin acudir a la persona que uno tiene más cerca, o sea, a uno mismo.

     De todas formas, la literatura actual no es ajena a un profundo movimiento de individualismo, cada vez más exacerbado por el mundo consumista que nos rodea, que, entre píldoras y píldoras de asfixiante información, nos atosiga con una publicidad del “Yo, mí, me, conmigo”.

     Es difícil hoy escribir en tercera persona, que es la forma natural de la narración, la que siguieron escritores universales como Cervantes, Victor Hugo o Flaubert.

     La tercera persona suena a un medio demasiado manido, demasiado clásico, demasiado caduco. Hay que volver la vista a la primera, al yo:

     Pues sepa Vuestra Merced, ante todas cosas, que a mí llaman Lázaro de Tormes...

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