Hay
varios senderos para llegar al pantano del Zumajo, pero a mí el que más me
gusta parte de la casa de mis padres en Minas de Riotinto.
Es
un camino rojizo y pedregoso, lleno de fragmentos de cuarzo y de pizarra.
No
es una senda larga, pero sí exigente, sobre todo a la vuelta, debido a la subida
y a lo inestable del terreno.
Pasado
el primer huerto, a la izquierda, poco después de iniciar el camino de bajada,
nos sorprendía siempre la visión de un prado verde con vacas alfombrado con las
estrellas blancas de las margaritas.
De
pequeños, mi hermano y yo recorríamos aquellas trochas con mi abuelo Manuel en
busca de palmitos. Él nos enseñó la forma de extraer el corazón de la planta,
que es la parte más sabrosa. Es una operación de mucho trabajo en la que hay
que dirigir muy bien los golpes dados con el sacho.
A
ambos lados del camino hay varios huertos, algunos de ellos hace tiempo ya
convertidos en ruinas.
En
uno de ellos, a la derecha del camino de bajada, cogíamos los frutos de una
gran higuera.
Siempre
que he ido por allí solo o en compañía de alguien me he quedado pensando meditabundo
en cómo pudieron ser las vidas de los antiguos dueños de aquel huerto,
convertido ya en apenas cuatro paredes de piedra sin techumbre y recubiertas de
maleza.
Me
gustaba recorrer aquel pequeño prado, explorar el interior de la ruinosa cochiquera,
a pesar de que siempre nos advertían las voces de los mayores de que podíamos,
en aquellos viejos huertos abandonados, pisar una oculta boca de pozo y caer al
vacío.
Un poco más abajo, la verde
cinta de unos árboles que cruzaban el sendero indicaba la presencia de un
arroyo estacional.
Podías entonces seguir el
sendero hasta llegar a uno de los puntales del pantano, el puntal de Campillo,
y seguir andando hasta descubrir los restos de una antigua calzada romana, o desviarte
hacia la izquierda siguiendo el curso del arroyo hasta llegar a una poza, una
especie de bañera natural horadada en la roca por el fluir de las aguas del
arroyo, que salían de allí para fundirse con las del embalse.
Un día me bañé solo en
aquella poza. Otro día lo hice en el pantano, a pesar de que los mayores nos
habían advertido de que se habían ahogado allí muchas personas. Fueron ambas
experiencias vivificantes, pues la soledad, el silencio, el verdor de aquellos
parajes y el frescor del agua se combinaron para hacerme sentir vivo como pocas
veces.
Quizás debiera haber
evitado aquellos peligrosos baños, pero uno era joven entonces y, como todos
los jóvenes, insensato. Sin embargo, no me arrepiento de aquellas exploraciones
en las que sentí como nunca la pertenencia al mundo natural.
Otra vía para llegar al
pantano era bajar a él desde los bloques de Los Cantos o desde la barriada de
La Naya.
También por allí veía uno
muchos huertos y también el merendero de Los Cipreses.
Si querías llegar al
pantano en coche desde Riotinto, te dirigías hacia Nerva, luego girabas a la
derecha en el embalse del balneario y cogías luego la carretera de Las
Delgadas.
A medio camino está Monte
Sorromero, el pequeño lugar donde nació mi abuelo Manuel. Un poco más abajo, el
huerto de mi abuelo (ya por entonces arruinado) y el de mi tío Ricardo, donde
la familia pasó muy felices tardes.
Desde esa carretera, al
llegar a un determinado punto, se volvía a girar a la derecha para llegar al Zumajo.
Antes de ver las aguas
del embalse, pasaba uno por los restos de viejas edificaciones: eran unos pocos
muros aún en pie, lo único que quedaba de la huerta de la Compañía.
Me han contado quienes la
conocieron que aquella huerta de los ingleses había sido en sus mejores tiempos
un auténtico vergel.
Y más allá estaba el agua.
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