A mi hija
El escritor norteamericano Henry
David Thoreau (1817-1862) se trasladó en 1845 a una cabaña construida por él al
lado de la laguna de Walden (en Concord, Massachusetts), donde vivió solo
durante 26 meses y donde empezó a escribir Walden, libro en el que
refleja sus vivencias en contacto con la naturaleza.
En un hermoso pasaje de Walden
(recitado por el inolvidable profesor de El club de los poetas muertos) Thoreau
explica el motivo por el que decidió irse a vivir allí:
Fui a los bosques porque quería vivir
deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si
podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando
tuviera que morir, que no había vivido.
(Walden, Editorial Cátedra, colección Letras Universales, página
138).
Debemos volver, pues, como dijo Thoreau, a los bosques, a la naturaleza,
porque somos naturaleza y debemos contemplar siempre naturaleza.
El escritor extremeño Luis Landero dice lo siguiente en un magnífico
documental de 1999 sobre su vida y su obra perteneciente a una serie de
Televisión Española titulada Esta es mi tierra (disponible gratuitamente
en Internet):
Yo estoy muy de acuerdo con John
Berger cuando dice que la mayor tragedia cultural de este siglo es la extinción
de la cultura campesina. Es una cultura milenaria y, a la vez, indefensa,
porque no está registrada en archivos y libros, sino encomendada a la memoria y
a la transmisión oral.
Nosotros, los hijos de campesinos
sobre todo, somos el último eslabón de una cadena que se ha roto
irreparablemente, porque nosotros pertenecemos a otro tipo de mentalidad, que
es mezcla de ciudad y de campo. Y en cuanto a nuestros hijos, que son urbanitas
puros, para ellos la cultura campesina es algo remoto y prácticamente ilegible.
Si es verdad que existe en el hombre
y en cada uno de nosotros la nostalgia de un paraíso perdido, de una plenitud
que nos fue arrebatada, para mí ese paraíso sería la infancia y la naturaleza.
De niño uno forma parte de la
naturaleza, es naturaleza. Por eso uno no se distancia de ella, no la ve como
paisaje ni menos aún la valora estéticamente. Uno no mira, actúa; uno va a
nidos o a lagartos o a grillos o a ramas, o corre sin cansarse hacia no importa
dónde, o se sube a un árbol o se tumba en la hierba.
Y algo similar les ocurre a los
campesinos: tampoco ellos tienen conciencia estética del paisaje.
(Alburquerque: nostalgia en blanco y negro, documental
perteneciente a la serie Esta es mi tierra de TVE).
Armando Palacio Valdés en su Testamento literario (Madrid,
Librería de Victoriano Suárez, 1929) escribe al respecto del contacto con la
naturaleza y la creación literaria:
Imagino que la vocación literaria
debe ser como la del amor: se siente, se goza, se oculta, causa vergüenza. La
poesía es una hermosa que solo se entrega a los discretos. Aquello que se
escribe para sí mismo suele ser lo mejor. Un joven poeta francés del siglo
pasado, llamado Mauricio Guerin, nacido y criado en una aldea, corrió a París
con ansias de gloria, escribió poemas, contrajo amistades famosas, frecuentó
los círculos literarios. Su hermana Eugenia permaneció en su rincón campestre y
sin pretensión alguna apuntó con lápiz en un cuaderno los menudos
acontecimientos del día, un paseo por el campo, la visita del párroco, la
merienda de unos niños, la muerte de un pájaro; vertió en aquellas hojas
secretas las emociones de su alma inocente. Los versos del poeta hace ya largo
tiempo que yacen enterrados, si es que alguna vez han vivido. El diario de la
humilde lugareña, reimpreso muchas veces, traducido a todos los idiomas, corre
todavía por el mundo leído y admirado.
Me agradan las mujeres hermosas que
se lavan con agua, los chistosos que no preparan sus chistes y los literatos
que escriben sin pensar en la imprenta. La poesía nos tira y nos sorprende a
todos los seres humanos. Cuanto más puros sean los ojos, más claramente entra en
el cerebro. Un niño es siempre el germen de un poeta. Observad su mirada
límpida, insistente, serena. Es el espectador desinteresado del universo que
recoge ávidamente los rayos de la belleza. Pero corren los años, se le desata
la lengua y dice tonterías.
Nosotros, adultos que añoramos la
inocencia con que contemplábamos el mundo en nuestra infancia, seguimos siendo
naturaleza, pero vivimos, sin embargo, en ciudades, en bloques de pisos sin
apenas plantas, sin poder contemplar copas de árboles ni horizontes marinos.
No obstante, cuando nos preguntan por
imágenes que nos inspiren serenidad, todos acudimos a aquellas retenidas en un
precioso rincón de nuestra memoria, las cuales son siempre impresiones de
atardeceres ya idos en el mar o de húmedos bosques de helechos de una lejana
sierra.
Una técnica de meditación consiste
precisamente en evocar la imagen de un sitio que produzca por sí mismo
serenidad en el alma: un árbol, un cielo lleno de nubes rosáceas, una verde
pradera…
Es curioso que el fondo de pantalla
de muchos móviles u ordenadores es precisamente una imagen de la naturaleza,
bien una instalada de fábrica o bien una extraída por el usuario de sus
archivos de fotos de las vacaciones.
Porque, en el fondo, por mucho que
queramos vivir en las ciudades, no podemos desoír la llamada a vivir en
contacto con el medio natural.
El ritmo acelerado de la vida
moderna, potenciado por una tecnología vertiginosa, nos debe obligar, cada
cierto tiempo, a parar, a quedarnos quietos, a callar y a contemplar con amor,
suspendiendo los sentidos, un cielo lleno de nubes o surcado por una bandada de
pájaros.
Cuanto más vivamos en sintonía con el
ritmo de la naturaleza, más serenos estaremos, y esa serenidad la
transmitiremos a las personas cercanas.
Los mejores recuerdos de mi infancia
están asociados al contacto con la naturaleza: el baño en un pantano en medio
del silencio de los árboles, excursiones por la sierra de Huelva en busca de
plantas aromáticas, paseos con mi abuelo Manuel y mis hermanos en los que
rodeábamos la laguna de El Portil…
En esas vivencias la naturaleza era
el marco ideal para mis ensoñaciones, para mis proyectos, para mis
investigaciones arqueológicas… Hay que
volver a los bosques, y llevar a ellos a nuestros hijos, para que descubran el
ritmo lento y progresivo del crecimiento de las plantas o los efectos del
cambio de una estación a otra.
Durante el año, a nuestro pesar,
habremos de instalarnos temporadas enteras en nuestros bloques de pisos, pero
no debemos olvidar que somos parte de la naturaleza, y que en contacto con ella
somos más nosotros mismos que en otro lugar.
Si, en último término, no podemos
durante mucho tiempo volver a los bosques o al mar, imaginémoslos, meditemos
sobre ellos, contemplémoslos en cuadros, en películas de ficción o
documentales, en libros o en nuestra mente, capaz de evocar sus luces, sus
olores, su brisa, su belleza en suma.
Volvamos a los bosques, si no en
persona al menos con la mente, cada día, para no dejar de ser miembros de esa
gran familia llamada la naturaleza, pero sin olvidar que esa vuelta a la
naturaleza tiene el peligro del aislamiento.
Precisamente el famoso asesino
norteamericano Unabomber fue un seguidor fanático de los preceptos de Thoreau.
Volvamos a los bosques para -como
decía el autor de Walden- aprender lo que la vida tiene que enseñarnos y para
no descubrir, cuando nos llegue la última hora, la cual no hemos de ver (“tú no
verás caer la última gota/ que en la clepsidra tiembla”, escribió Antonio
Machado), que no hemos vivido.

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