Querido lector:
Hemos de buscar el silencio en algún
momento del día para poder aprehender la realidad. El Diccionario de la lengua española (DLE) de la Real Academia
Española define, por cierto, aprehender
como “concebir las especies de las cosas sin hacer juicio de ellas o sin
afirmar ni negar”.
Hace unos años leí una entrevista en el
diario ABC al escritor Pablo d´Ors, autor del conocido libro Biografía del silencio (Editorial
Siruela, 2012), el cual es un elogio de la meditación. En dicha entrevista, d´Ors
afirmaba que a lo largo de un día el ser humano tiene que buscar la acción, la
palabra y el silencio.
“La valía de un hombre -decía
Nietzsche- se mide por la cantidad de soledad que le es posible soportar”. Yo
añadiría que la medida de esa soledad está en el silencio que la persona es
capaz de producir, silencio exterior (la ausencia de las palabras nunca dichas
al aire) y silencio interior (el callamiento de los pensamientos obsesivos que
producen dispersión, ansiedad y angustia).
Callamiento y contemplación son dos
caras de la misma moneda. Quien calla de verdad sabe contemplar y quien
contempla de verdad sabe callar cuando corresponde.
Me estoy dando cuenta de que estas
meditaciones se están pareciendo peligrosamente a un libro de autoayuda, pero
quizá lo sean, sobre todo para mí más que para Vd., paciente lector.
La escritura (y también la lectura)
es una forma de silencio, la creación de un hilo de voces mentales que intenta
ordenar o explicar el mundo, tanto el mundo interior como el exterior.
Los demás nos iluminan, pero también
nos agotan. Vivir en sociedad con los demás tiene al mismo tiempo esa ventaja y
esa desventaja.
El dos de mayo de 2016 publiqué en este blog el poema “Los otros (y
tú)”, dedicado a mi querida esposa, el cual tiene como idea central la idea del
otro:
Los otros me iluminan
y también me agotan.
Los otros son necesarios
para que yo sea quien soy,
pero también me atosigan
cuando me hacen perderme
entre ellos.
Yo y los otros,
los otros y yo…
Vivir es hacerse a los
otros,
sobrellevarlos,
comprenderlos,
respetarlos,
amarlos…
Pero amar a los otros
sin de verdad atenderlos
es tarea de egoístas,
inútil empeño,
absurdo trabajo.
Amar a los otros
requiere primero
amarse de veras
a uno mismo,
atender a la imagen
más pura y cristalina
que de los otros hay en uno,
que de uno hay en los otros.
Y amar al otro es,
sobre todo,
en mi caso,
querida amiga,
amarte a ti,
la más bella alma
que vieron jamás mis ojos.
El filósofo Schopenhauer comparaba la
vida en sociedad de los humanos con la de los erizos que, en los días helados
de invierno, buscan estar juntos para darse calor entre todos, pero no
demasiado juntos porque, si no, se pinchan con sus púas entre ellos.
Los otros nos abren puertas al mundo,
nos señalan caminos, pero también pueden hacer que nos perdamos en algunos de
los senderos que con mayor o menor poder de convicción nos proponen.
Por el contrario, el camino del yo,
el sendero del callamiento, del silenciario ya hemos visto que puede conducir
al aislamiento desmedido, a la tristeza. Nuestra visión del mundo parte de
nuestro yo, pero este es incapaz de percibir la realidad en su totalidad. Por
eso necesitamos conversaciones, libros, películas… que nos abran ventanas al
mundo, que nos permitan ampliar las posibilidades de nuestro exiguo yo.
Necesitamos trabajo y palabras,
volcados hacia los demás, pero también silencio, un silencio interior que nos
permita percibir el misterio del mundo, contemplar,
en definitiva, la realidad sin calificarla o evaluarla, sin afirmarla ni
negarla y, en suma, sin juzgarla.
El evangelio de San Lucas recoge las
famosas palabras de Jesucristo: “No juzguéis y no seréis juzgados” (Lc, 6, 37).
Escribe Juan Arnau en su Leyenda de Buda (Alianza Editorial,
2011) que, una vez que Siddhartha llegó a la iluminación, supo, entre otras
cosas, que “nada hay que pueda poseerse y nada a lo que renunciar”.
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