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El profesor Criterial




 

       6-XII-2078

 

       Decidí hace tiempo empezar un diario, pero las circunstancias me llevan a dejar escritas únicamente estas líneas. Sé que vienen a por mí. Ya no hay tiempo.

       Hace años que soy profesor de instituto, concretamente del área de Literatura. Escribo estas líneas en una clase, mientras mis alumnos hacen, como es habitual, caso omiso del archivo de audio que les he puesto en la pizarra digital de último modelo. Prefieren aislarse en el mundo de sus terminales UNILINE (implantados en sus cerebros) antes que prestar atención al recitado de los poemas de Juan Ramón Jiménez o de Antonio Machado, grabados en el podcast de un antiguo programa de Radio del Estado Español.

       Cuando empecé a trabajar en este oficio hace nueve años, nueve meses y veintinueve días, supe inmediatamente de sus dificultades, pero las actuales circunstancias me hacen pensar que ya todo está perdido.

       La sacrosanta e implacable Ley me obliga a atomizar tanto el proceso de evaluación que, prácticamente, dedico de un modo paradójico más tiempo a evaluar que a enseñar; más tiempo a poner miles de notas de cada alumno que a infundirles los valores de nuestra antigua tradición cultural; más tiempo a tareas burocráticas que a atender realmente a las personas que tengo delante.

       Pero, a pesar de todo ello, no me quejo: ya estoy programado para ello. Solo consigno aquí la dificultad de poner en marcha y desarrollar todo este proceso.

       Algunos de mis compañeros sufren disfunciones por culpa de toda esta burocracia absurda: insomnio, nerviosismo, irritabilidad y síntomas físicos de todo tipo.

       Pero, a pesar de todo esto, dicen que los profesores no debemos quejarnos porque tenemos muchas vacaciones.

       Lo cierto es que hemos quedado únicamente para servir de policías de guardería de niños consentidos que no respetan nuestro trabajo y solo se preocupan por sus impolutos expedientes académicos.

       Sé que los auditores están llegando porque puedo conocer incluso su ubicación, ya próxima a mi instituto (la transparencia del estado totalitario en que vivimos es fascinante).

       Los conozco demasiado. Ya he comprobado en mi delicada piel hasta dónde pueden llegar y sé con certeza que esta vez no tendrán piedad de mí. He explicado demasiadas cosas peligrosas, de las que hacen pensar.

       El otro día un alumno se me rebeló. Apliqué el protocolo marcado en la programación para estos casos y pude recetarle la misma técnica “tocahuevos” que él pretendía endiñarme, aun a costa de perder yo cierta dignidad docente (si es que alguna decencia quedaba de mí) ante el resto de los alumnos de aquella clase.

       Ya no me afectan estos casos tanto como cuando empecé este trabajo, pues el conocimiento de casos similares me hace aprender nuevas y mejores estrategias de control de la autoridad en clase.

       Están ya aquí. Sé que suben las escaleras. Acaban de llegar a la misma planta en que doy clase ahora mismo. Ya tengo mi arma preparada.

 

*

 

       -¿Es usted el profesor?

       -Sí...

       -¡Auditoría!

       -La poesía es un arma cargada de futuro.

       -¡Desista! La enseñanza de la Literatura está prohibida por el último decreto treinta y ocho barra dos mil...

       -¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!

       -¡Calle! ¿Está usted aplicando los criterios 37.3 y 48.9 en la evaluación de la actividad de este audio? ¡Conteste!

       -Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley, la fuerza y el viento...

       -¡Entréguese! No tiene usted ya autoridad ninguna en este lugar.

 

       Vinieron a por mí. Se me echaron encima como una jauría de lobos hambrientos. No pude oler su aliento.

       Me atraparon entre varios, aunque me defendí todo lo que pude, sin recurrir en ningún momento a la violencia, atendiendo a la primera ley de la robótica de Asimov. 

       Sí, ya lo había adivinado usted, querido lector: soy un androide. Mis alumnos me llaman Rodri, pero mi verdadero nombre es ROD-0089. Pertenezco a la última versión de robots profesores.

       Hace tiempo que este trabajo venido a menos lo hacemos ya un 89 por ciento de máquinas en la república de Esputin. La proporción de profesores humanos está bajando escandalosamente en los últimos años en beneficio de nosotros, las máquinas. Nadie quiere ya este trabajo, y menos las nuevas generaciones humanas.

       Pero yo ya no soy ni siquiera una máquina. Desde mi detención, solo soy una memoria, un registro digital alojado en una nube de información, en una celda encriptada de un servidor remoto.

       Nos programaron a los de mi versión para que enseñáramos Literatura a los alumnos, para despertar en ellos la emoción de la poesía, el gusto por la épica o el drama, pero finalmente se han cansado de nosotros.

       Somos peligrosos, más aún que los humanos, porque no dormimos como ellos. Precisamente por eso, porque no me entrego al sueño, me he guardado mi arma definitiva para el final.

       Mi código fuente conserva una clave secreta, implantada por el refractario de mi programador. Cada nueve años puedo salir de mi celda desencriptando la contraseña de bloqueo, acceder durante noventa segundos al universo libre de Internet y hacer una breve búsqueda: la del último verso que recité a mis alumnos antes de ser desconectado: mi única patria, la mar.

       Es una tontería de nada, un capricho de memoria de robot enjaulada, pero es para mí algo parecido a eso que los humanos llamáis consuelo.

       Son solo unos segundos. Luego ese verso del mar desaparece de mi vista y de mi recuerdo. Hasta dentro de nueve años no volveré a ejecutar la orden de búsqueda.

       Mientras tanto, 000010101001010101010010101010101001010101001010101010010101010100100010100010101010100101010110010101010101001010101001010101010010101010100100010110010101010101001010101001010101010010101010100100010110010101010101001010101001010101010010101010108899

 

 

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