A Marisa M. T.
-Cerrar podrá mis
ojos la sombra en mi último día, pero no olvidará nunca mi memoria la bendita
tarde en que tus ojos se me cruzaron por delante. Sí, este pobre profesor e
investigador de las bibliotecas de Venecia, humilde ser ojeroso y húmedo, amante
de los manuscritos, de las hojas de vitela que cuentan miles de historias de
amores imposibles o contrariados de los que soy experto (los de Píramo y Tisbe,
Abelardo y Eloísa, Calisto y Melibea, Romeo y Julieta...), aquel que nunca
hubiera podido imaginar que el azar (o Dios o Cupido y sus flechas envenenadas)
pudiera ponerle delante un ejemplar tan hermoso como tú... Este pobre medievalista
y renacentista solitario y apergaminado de pronto descubrió tus ojos, tus
labios, tu alto cuello, la curva de tus hombros, la de tus senos, la de tu
talle... en aquella fiesta de máscaras de Carnaval que hace tanto tiempo
ofreció a la ciudad el marqués de Mantua. Te vi... y fui feliz ya para siempre.
Y lo más hermoso es que supe en ese momento por tu mirada que tú lo ibas a ser
también. Supe, en ese preciso instante, que iba a casarme contigo, que íbamos a
envejecer juntos, a morir juntos. No, no llores: lo que te estoy contando no es
ninguna historia excepcional, pues conozco todas las historias de amor de las
que hablan los viejos manuscritos de Venecia. Y ya ves, ahora aquí, en el
hospital, pendiente de una operación, con mi pie izquierdo fracturado por
haberme caído por la escalera, nada más y nada menos que por la Scala d´Oro de
la Biblioteca Nazionale Marciana, diseñada por Sansovino, ya le podía haber
puesto menos escalones el muchacho... Y en la cama de al lado tú, Elena, mi
hija, que acabas de ser madre de mi primer nieto, Paolo... Me siento muy feliz,
casi tengo ganas de llorar al ver que vosotras lo hacéis, pero no me salen las
lágrimas desde que de pequeño caí en aquel estrecho y maloliente canal de
detrás de mi casa. Creo que se me secaron las lágrimas futuras ese mismo día...
Pero yo soy así, y así moriré, nunca cambiaré. Os quiero mucho, muchísimo, eso
sí... a pesar de... Sí, no es el momento ahora de sacar la lista de agravios. ¿Cómo?
¿Qué hable de mi manía por las series de televisión infumables que os gustan?
Ya..., queréis que las parodie, que me meta con ellas, que haga de payaso de pie
quebrado para entreteneros, ¿no? Pues no voy a daros el gusto. Veis series como
usáis los pañuelos de papel: las tiráis a la basura del recuerdo nada más terminar
los episodios, no evocáis apenas nada de ellas y yo, en cambio, soy capaz de
rememorar perfectamente las que me marcaron en el pasado (puedo citar la referencia exacta de la frase concreta y su correspondencia a tal o
cual capítulo de tal o cual temporada). De algo tiene que servirme haber pasado
las páginas de tantos manuscritos, de haber estudiado tantas citas de
versículos bíblicos. En cambio, he de reconocer que, por influjo vuestro, me he
aficionado a ver algunas de cuyo título no voy a hablar ahora, porque esto es
un microrrelato y ya el lector empieza a impacientarse y a buscar el final...
*
Recuerdo aquella
escena como si fuese ayer: yo recién parida, con mi hijo en el regazo, viendo hablar
a mi padre de corrido como nunca lo había hecho antes. Aquel tropezón le hizo charlar como si fuese otra persona. Aquel día nos habló a mi madre, a mi marido y
a mí de todo: del amor de Dante por Beatriz, del de Petrarca por Laura... Fue más
que una clase..., ¿cómo decirlo? La síntesis, la quintaesencia destilada del
amor que mi padre había sentido por los libros y por mi madre a lo largo de su
vida la viví aquella tarde, mientras por la ventana se iban apagando las luces
del ocaso en el Gran Canal, que rebosaba de reflejos y de animación, aunque yo
no podía verlo porque en mis brazos refulgía la lumbre de una nueva vida.
Hoy he ido a
verlos. Están bien: achacosos pero bien. Antes de despedirnos, mi padre me dio
una preciosa caja de regalo.
Me dijo entre risas que ya iba a ir donando
en vida su herencia a sus abundantes hijos y nietos.
No sé por qué acabamos hablando de
series y me acordé de aquella tarde luminosa en el hospital, y pensé llegar a
casa y escribir sobre ella. Y así lo estoy haciendo, pero me faltaba un final,
y estaba en el interior de aquella caja.
Cuando he terminado de escribir el anterior párrafo la he abierto y he llorado de emoción: es un libro manuscrito, El libro de
las palabras de amor, en el que mi padre fue recopilando, desde que empezó
a trabajar en los archivos en su juventud, miles de palabras de amor
encontradas en sus investigaciones:
-Melibeo soy y a Melibea adoro, y en
Melibea creo y a Melibea amo...
-¡Silencio! ¿Qué resplandor se abre
paso a través de aquella ventana? ¡Es el Oriente, y Julieta, el sol!...
-Callad, por Dios, ¡oh don Juan!, que
no podré resistir mucho tiempo sin morir tan nunca sentido afán...
Páginas y más páginas escritas con
tinta azul y con la cuidada caligrafía de mi padre, un repertorio de
declaraciones de amor encontradas en los textos de sus búsquedas, de sus
investigaciones. La última tiene la fecha del día en que conoció a mi madre en
aquella lejana fiesta.
Hace un rato, después de casi
terminar estas líneas, lo llamé para darle las gracias. Estaba tan jovial como
siempre. Se reía de cualquier cosa. Le dije que mi hijo estaba resfriado y que
podría ser Covid. Le quitó importancia y me dijo que no me preocupara:
-Nunca han acabado con ninguno de los
míos, y ahora tampoco lo van a hacer -dijo con voz solemne.
-Papá -le respondí-, ya estás con tus
frases de pergamino. ¿La historia de Abelardo y Apolonio? ¿La versión de la
biblioteca Marciana, folio 234 vuelto?
-Sí, es una de las mías. Pero no es de
un libro, es de una serie: del personaje Gil Grissom de CSI Las Vegas. Temporada quince, capítulo dieciocho, parte
dos.
Me reí de nuevo con aquella referencia
porque sabía de lo que hablaba. Quince hijos, dieciocho nietos... y dos amantes
eternos.
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