El pasado miércoles leí en la prensa que en apenas dos semanas una
gran plataforma de hielo de mil doscientos quilómetros cuadrados, equivalente a
la extensión de la ciudad de Roma, se ha desprendido de la plataforma continental
al este de la Antártida tras un súbito episodio de subida de cuarenta grados
centígrados por encima de la media de temperaturas propia del mes de marzo en
dicha zona.
Cuando llegué a casa del trabajo, tuve que limpiar el patio
trasero de mi casa, que es particular y cuando llueve se embarra como los
demás.
Después de pasar la tarde con mi tarea habitual de redactar
informes que nadie va a leer y que no sirven para nada (gajes del oficio de
funcionario de la Consejería de Ambiente Medio), llegó la hora de la cena
fiambre.
Poco después de la colación, me arrellané en mi lugar del sofá (los
demás estaban vacíos, como siempre: desventajas de haber preferido la soledad a
los contratiempos de la convivencia con otros seres humanos) y me di a mi pasatiempo
favorito del día: volver a ver escenas de películas, que es parecido en cierta
forma al gusto por releer libros, algo que odio por cierto. Ya me gustaría (otro
“por cierto”) poder visionar esas películas enteras de un tirón, pero ni tengo
tiempo ni ganas de hacerlo (por otro lado, me gustan cada vez más las escenas
que por sí mismas hacen grande un filme -odio la palabra filme, pero es
la que siempre me viene a la cabeza para mencionar una cinta-). Hay
varias escenas de películas que, en medio de mis búsquedas con el mando a
distancia, siempre termino viendo: la persecución final de El último
mohicano, el maravilloso desenlace de Las amistades peligrosas o el
de Inteligencia Artificial.
Precisamente esa noche Telechinche echaba esta última película,
dirigida por un tal Steven Spielberg. Me asombra siempre cómo está hecha,
especialmente su final: después de un cataclismo en que se extingue la especie
humana, llegan a la Tierra unos alienígenas y excavan los restos arqueológicos de
Manhattan bajo miles de capas de hielo. Allí descubren...
Esa misma noche tuve un sueño: soñé que yo era uno de esos
alienígenas. Me transportaba por el aire solo con mi mente, llegaba hasta el
fondo de la plataforma desprendida de la Antártida, abría una cápsula esférica
enorme allí depositada desde que Superman llegase a la Tierra y encontraba,
sumida en un profundo estado de meditación desde el mes de febrero, a...
-Hola..., ¿cuál es tu nombre?
-M..., Mari..., Mariana..., me llamo Mariana..., Mariana En...,
Mariana Enriqueta Enríquez Marín, para servirle a usted, a la patria y al
rey...
-¿Qué has venido a hacer aquí?
-Dormir... Solo quería dormir... Dormir, soñar...
-¿De dónde vienes?
-De España... Me vine cuando decidieron los alumnos suspender a
los profesores porque los aprobábamos a todos.
-¿A qué te dedicas..., dedicabas?
Antes de que sonase la radio del despertador, pude oír
perfectamente su respuesta:
-Yo tenía un instituto en Coria..., un instituto en el que los
niños eran monos, se subían por las paredes y se me subían también a las barbas.
Era tutora, sí, tutora de Primero de ESO L.
“Según informa la agencia ELE, científicos de Lhasa que
investigaban los restos del desprendimiento de una gran plataforma de hielo en la
Antártida han descubierto bajo profundas capas de hielo una esfera metálica. En
la única puerta del habitáculo hay un escudo, el del Real Betis Balompié...”.
Hay un ingeniero que tiene un plan.
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